miércoles, 18 de mayo de 2011

¿Me llevas este encarguito?

Cuando el destino nos lleva a mudarnos de nuestro lugar de origen para vivir en otra ciudad o país, de las primeras cosas que empezamos a extrañar, luego de la familia, es la comida típica de nuestra región. En nuestra imaginación saboreamos esos manjares propios de cada terruño al no poder tenerlos en nuestra mesa a diario. ¿Qué barranquillero viviendo en el exterior no se ha levantado con ganas de comer una sopa de guandules con carne sala´, o lo mismo un paisa en el extranjero que sueña con sus arepitas y los chorizos de Doña Rosa, al igual que los caleños con su manjar blanco o los rolos un suculento ajiaco santafereño?. Es por eso que alguna vez esos que estamos fuera, recurrimos a distintas artimañas para satisfacer nuestros antojos.
Podría decirse que la más sencilla y efectiva de todas es pedirle el favor a un amigo o familiar que tenga un viaje programado para el lugar donde estamos viviendo y de paso nos traiga el mencionado encarguito.
La primera tarea para cumplir con el objetivo es enterarse de quien viaja, hoy día gracias a las comunicaciones y las redes sociales es muy fácil, ya que la mayoría (me excluyo) con orgullo coloca un mensaje en facebook o twitter parecido a este: “armando maletas para irme de vacaciones a Miami, yupi!!!”… craso error amigo viajero. De inmediato empiezan los allegados y los que no tanto, a pegarle la llamadita a la victima de turno y decirle será que me haces el favor de llevarme este encarguito.
Nuestras madres y tías son expertas pidiendo esa clase de favores para consentir a sus hijos que están lejos de casa. No sé cómo lo hacen, a pesar del poco manejo de la tecnología que tienen se enteran de cualquier persona que viaje al lugar donde está el destinatario del encarguito, tal vez sea por el famoso e intrigante correo de las brujas, por el chisme o por casualidad, lo cierto es que te llaman y dicen “mijito, ¿sabes quién va para allá?”, y sin tu responder sílaba alguna ellas mismas se responden “¿te acuerdas de la hija del señor Rodriguez que vivía a cuadra y media de aquí?, pues el esposo de una compañera de ella viaja esta semana y ya lo contacté para que te lleve un encarguito que te tengo por aquí”. 
El paso siguiente es presentarse a la casa del futuro viajero para entregarle el respectivo paquete. Para alivianar la pena se hace una pequeña visita a la víctima, donde es ley primero adularlo un poco con frases como "qué apartamento tan lindo tienes”, “como están de grandes y hermosos tus hijos”, “te veo más delgado, ¿estás yendo al gimnasio?". Cuando ya la persona tiene su pecho hinchado de orgullo y se cree todo lo que se le ha dicho se da la estocada final diciéndole "a propósito, por aquí te traje este encarguito para que se lo lleves a  fulanito".
Si la persona se resiste a llevar el encargo, de inmediato le diremos “no, pero si eso no pesa nada y no te hace casi bulto en la maleta, además la cara de felicidad de quien te lo recibe pagará con creces el pequeño sacrificio”… ¡si, como no!
Yo en cambio, desde niño he sido muy tímido y cada vez que mi mamá me mandaba a ir donde algún vecino a solicitar una herramienta prestada, una cubeta de hielo o una simple tacita de azúcar, siempre le respondía: “mami, no quiero ir, me da mucha pena”, pero ella de inmediato me replicaba “de pena se murió un burro en Cartagena, así que apúrale”. De esa forma, poco a poco he ido venciendo la timidez y como la lejanía y la necesidad tienen cara de perro, me he visto en la penosa labor de pedir cientos de favores a los familiares, amigos y conocidos que viajan a la ciudad donde resido actualmente.
En alguna ocasión fui yo uno de esos mensajeros victimas. Tenía un viaje programado a Miami y de inmediato la información se regó como pólvora, todas las personas que tienen familiares en el país del tío Sam me contactaron para solicitarme el favor de llevarles los respectivos encargos, las conservitas para Álvaro, la hamaca para Dora, la tarjeta para Karen, la botella de aguardiente para Rocío, etc. Pero el encargo más peculiar de todos iba dirigido a mi amigo Héctor, sus familiares se presentaron a mi casa con una pequeña nevera de icopor y en su contenido un par de bocachicos en cabrito con un bollo de yuca, todo envuelto en papel de aluminio y en varias bolsas de la Olímpica. Al ver semejante y tan singular paquete traté de negarme de inmediato, sin embargo las suplicas de los cuchos y mi  incapacidad a dar una respuesta negativa terminó por llevar la nevera directo a mi equipaje.
La odisea empezó en el aeropuerto local, cuando los policías se burlaron del encarte que tenía entre mis manos, varios mamaron gallo con que las verduras eran hojas de marihuana o que estaba sazonado con polvo de coca, ninguna me causó gracia. Al llegar al aeropuerto de Miami caminaba con el estrés propio que manejamos todos los colombianos al ingresar a ese país, con un sentimiento de culpa como si nuestro nombre estuviera en la circular roja de la Interpol. Ya casi estaba por salir cuando un agente canino olfateó mi equipaje y empezó a ladrar de manera aguda e insistente indicando un posible sospechoso. El señor agente que acompañaba al perro de inmediato me llevó a un pequeño cubículo y me hizo abrir la nevera y el resto de mi equipaje. Al ver la nevera y, señalando su contenido preguntó frunciendo el ceño “what is this?”. ¿Podrán imaginarse a este humilde servidor, con mi inglés muellero, tratando de explicarle al gringo que lo llevaba allí era un  un bocachico en cabrito? Tartamudeando le decía “fishes with vegetables, fishes with vegetables”. El tipo me decía, o al menos eso le entendía que en el formulario de declaración de Aduanas y Protección de Fronteras yo había marcado que no ingresaba ninguna clase de alimentos al país. De inmediato pensé “¿ah, y es que acaso existe alguien que escriba que si los lleva?” sabiendo que latino que se respete lleva en sus maleta diferentes viandas para sus parientes con tal de no llegar con las manos vacías a donde se va a hospedar. Al final le dije al agente que se quedara con eso, al cabo no era para mí y bastante estorbo y molestias que me estaba causando, pero el agente acercó su nariz al pescado que ya empezaba a emanar su característico olor y con repugnancia me dijo “You best carry it on out of here” (llévate eso lejos de mi vista). Así, mi amigo Héctor pudo disfrutar ese día de un delicioso pescado típico barranquillero a cientos de millas de su casa.
Con esa última y poco gratificante experiencia había decidido firmemente que jamás volvería a llevarle un encargo a nadie. No pasó mucho tiempo, cuando cierto fin de semana viajaba a Bogotá por un par de días, así que armé mi equipaje en un diminuto morral con dos interiores, un jean, una camisa y algunos productos de aseo personal. Esta vez ni a mi madre le llevo algo por más que me ruegue, me decía en mi cabeza. Dos horas antes de partir se presentó mi amiga Karen, usando un profundo escote que dejaba a simple vista un par de melones a punto de estallar, cargando un oso gigante de peluche para que se lo llevara a su novio. Díganme, ¿Quién le puede decir que no a un sostén talla 36BB?, yo no pude, así que me tocó literalmente “hacer el oso” en todo el aeropuerto. Tendrían que haber visto las caras de los demás viajeros. Para colmo de males, el novio de Karen que se suponía debía estar esperándome en la salida del aeropuerto no aparecía, lo llamé y con la mayor tranquilidad del mundo me dijo “huy hermano, estoy aquí no más, en la 26 con 14 en un trancón, ¿será que sumercé me lo puede traer hasta acá?”. Todo mi léxico soez se reprodujo de manera automática en mi mente. Mi amiga al menos tenía un par de atributos que me impedían darle una respuesta negativa, pero este tipo al que ni conocía estaba agotando mi paciencia. Le dije que si no aparecía en quince minutos le regalaba el oso a una operadora de Avianca que hacía un buen rato se reía (no sé si me estaba dando caída o se estaba burlando de mi). Justo antes de terminar el plazo estipulado apareció el fulano y le entregué el felpudo en sus manos, lo recibió y me dio un efusivo abrazo de agradecimiento. Si yo mismo hubiera visto esa escena hubiera pensado “a este par se les inunda la canoa”.
Ahora bien, cuando el viaje es por carretera en carro particular la cosa es exactamente igual. Los remitentes se presentan en tu casa un día antes con una cajita cada uno y tu carro termina pareciendo un camión de TCC, hasta tal punto que tus amigos te llaman por todo el camino para preguntarte por donde va su paquete. Sólo falta darle a cada uno el número de guía para que le hagan el respectivo rastreo on line. Al llegar a tu destino haces una remisión a cada paquete en un papelito con el nombre de cada persona y decirle a la empleada que esté pendiente para la entrega de todos los encargos. Las libras de queso costeño para Shirly, la botella de Old Pard de José, el cuadro de Diana y las butifarras de Javier.
Esos mensajeros, que me atrevo a decir todos y cada uno de nosotros alguna vez hemos utilizado, han llevado arequipes Alpina, coffe deleight, obleas, bom bom bum, chitos y otros manjares mucho más elaborados. No importa que todo esto ya se consiga en cualquier rincón del planeta, si es recién traído desde Colombia todo sabe diferente. Las alegrías con coco y anís traen la sonrisa en la cara de las negras que la venden, los frijoles con garra saben a pura montaña, las achiras resaltan la laboriosidad de los huilenses y el champús  caleño se disfruta tanto como bailar salsa en Juanchito. Eso es lo lindo de ser mensajero, ver como Colombia expande sus fronteras a través de los encarguitos, por eso a todos ellos les doy las gracias por traernos un pedacito de nuestras regiones.
Bueno, los dejo, de tanto hablar de comida ya me dio hambre y se me antoja un suculento arroz de lisa servido en hojas de bijao, si saben de alguien que venga a Medellin por estos días me avisan para pedirle el favorcito que me traiga ese encarguito.


Antonio Javier Guzmán P.
ajguz@yahoo.com