jueves, 5 de agosto de 2010

Recordando al viejo Romelio

Nuevamente y después de 24 años, se abren las puertas del estadio Romelio Martínez para recibir al Junior de Barranquilla en un partido oficial. Aprovecho esta oportunidad, para brindarle un pequeño homenaje recordando aquellas anécdotas que viví en los años ’80, en el otrora Estadio Municipal, considerado la cuna del fútbol colombiano.


Tenía aproximadamente diez años, y mi papá quien siempre ha sido hincha fiel del Junior, me llevaba cada domingo al Estadio. Religiosamente nos vestíamos con camiseta rojiblanca, bermuda, gorra, sandalias tres puntá y un cojín inflable de plástico para sentarnos y que no se nos borrara la raya. Partíamos de la casa en su carro, un Renault 12 color verde de placa RD-5976 (no se por qué motivo recuerdo con exactitud la placa), al llegar al estadio estacionábamos en un peladero – léase lote arenoso vacío–, y en el que dependiendo de la temporada acogía al circo, la ciudad de hierro y la feria artesanal. Dos cuidadores de carro con una bayeta roja en sus manos hacían de vigilantes, al salir se les tiraba la liga o propina.

En una diminuta taquilla vendían la boleta de entrada, no había preventa de boletas, por lo que desde muy temprano había que hacer grandes filas para comprarla. El pasadizo para llegar a las gradas era un túnel, igual al que recorre el toro antes de entrar al ruedo. El estadio tiene dos tribunas llamadas Sombra y Sol, aunque yo las llamaba Sombra y Jopo de Sol. Normalmente íbamos a sombra, bajo techo y nos sentábamos justo al lado de una columna, allí mismo nos encontrábamos casi siempre los mismos, cerca se sentaba el Checo Acosta quien no se perdía partido, y para ese entonces era pobre, feo, quiero decir sin cirugías y poco reconocido en el ámbito musical. Otro visitante ilustre era uno de los mafiosos más temidos de la época, alias “Pello Ron”, quien vestía de gafas oscuras, camisa floreada, tal vez armado con un trueno, léase arma, y siempre acompañado de una mujer con aspecto de llevar una vida bastante alegre. Recuerdo que los discapacitados tenían el privilegio de ver el partido a pocos metros de la cancha.

Cuando se acercaba la hora para empezar el partido, los equipos hacían su aparición en la cancha, seguidos de la mascota del Junior, un tiburón artesanal hecho de papel y goma, pintado con brocha gorda (no era el inflable de Willy que conocemos hoy en día) cargado por un gordo que se metía en las redes del equipo contrario presagiando la goleada que Junior le propinaría y a lo cual todos los asistentes le apoyábamos coreando los goles. Con los equipos alineados en el centro de la cancha, se entonaba el himno Nacional y luego el de Barranquilla, justo allí, hacia su aparición el señor Elias Chewing (Q.E.P.D.) quien con bandera de Barranquilla en mano, daba la vuelta olímpica animando al publico a cantar el himno. No recuerdo a algún otro barranquillero, cantar con verdadera emoción y orgullo patrio el himno de esta ciudad, como lo hacía Elias Chewing…de solo recordarlo se me erizan los vellos… y los feos también!

A las 3:30 p.m. con el sol currambero en todo su esplendor, la mayoría de equipos rivales provenientes del interior del país literalmente se asaban, siendo esto una gran ventaja para el equipo de casa, acostumbrado a las inclemencias del “mono” barranquillero, se daba inicio al partido. El público asistente sintonizaba en sus grandes radios la misma emisora, (¿había otra acaso?) con Edgar Perea A. narrando el partido y antes de que rompieran relaciones, Fabio Poveda (Q.E.P.D.) en los comentarios, quien seguramente contaba que el día anterior había almorzado con el técnico o con algún jugador en el restaurante El Tremendo Guandú, un delicioso sancocho trifásico, que a la postre sería cómplice mudo del infarto que le causara su muerte.

Mientras tanto, en otro lado de la tribuna una tambora no dejaba de sonar y a su son una morenaza movía sus grandes caderas acompañada de aplausos y silbidos, a los que ella siempre respondía con una sonrisa pícara y coqueta.

El partido se ponía emocionante y ya el gol estaba madurito al escuchar un “yurrrdaaa” y, si por casualidad el árbitro metía su pito en contra del Junior, el negro Perea, quien manejaba el público a su antojo decía: “hagamos el corito celestial” a lo que al unísono el estadio respondía: “hijuep…, hijuep..., hijuep…”. Cuando llegaba el gol del Junior, Perea lo cantaba como solo él lo sabe hacer a ritmo de clave y luego un sostenido: “gol.gol.gol.gol, goooooool de Junior de Barranquillaaa”, y una voz de ultratumba en la emisora le respondía: “¡Qué Maravillaaa!”. Todos los asistentes vibrábamos con el gol, incluyendo a la gente ubicada en las vallas publicitarias, balcones y azoteas de los edificios vecinos ubicados al pie de la calle 72 quienes gozaban de palco VIP gratis todo el año. Al cambiar el marcador, el encargado del tablero, algo prehistórico por cierto, se encaramaba para cambiar los números. Las dos barras más populares y únicas, creo, eran Corea y Vietnam que alentaban al Junior siempre de manera enérgica pero pacifica todo los noventa minutos de juego.

En el descanso era el momento para deleitarse de la gastronomía barranquillera, los vendedores promocionaban sus platos de una manera muy particular: “habla la buti, la buti”, “manguirris”, “aaa la orden maní”, “la fría, la fría” y el negro que decía “e’magboro, e’ magboro” al referirse a los cigarrillos Marlboro. Antes de entrar al baño se debía respirar profundo y hacer lo tuyo en tiempo record, pues de lo contrario podrías asfixiarte. Recuerdo que mi papá aprovechaba para asomarse desde lo alto de la tribuna y “echarle un ojito” al carro.

Luego de las indicaciones del técnico de turno, tal vez Varacka o Saporitti, de seguro el Papi Peña de asistente y, las atenciones del aguatero Orejita Núñez (Q.E.P.D), comenzaba el segundo tiempo, la noche empezaba a caer y se encendían las luces de los gigantescos postes, que por cierto estorbaban bastante la visibilidad del encuentro. La abuelita de la lechuza que hoy vive en el estadio Metropolitano, hacía su aparición vaticinando el triunfo categórico de nuestro equipo.

En esa época los equipos que más guerra le daban al Junior eran Atlético Nacional, con su corte de jugadores peruanos, a saber Uribe, Cueto y otros más y el América de Cali, liderado por las gambetas del viejo Willy Ortiz, quien llevó buen guayo por parte de Dulio Miranda. El dominio del equipo local era casi rotundo, la victoria se daba por descontada y se hacía efectiva cuando Edgar Perea decía: “terminó, terminó, terminó”. Fue en ese estadio donde Edgar Perea bautizó al Junior “Tú Papá” y consiguió sus dos primeras estrellas, en 1.977 y 1.980, respectivamente.

De los jugadores de Junior y sus características que llegan a mi memoria, Carlos Ischia y su versatilidad, la zurda prodigiosa de Teglia, el perrenque de Galván, el liderazgo de Berdugo, las patadas de Dulio Miranda, las voladas de Delmenico, el patón Bauza, el trato fino con el balón de Carlos Babington y Didí Valderrama, quien no pasó de ser una gran promesa del futbol colombiano.

A la salida del estadio, por el mismo corredor donde habíamos entrado, los empujones y recostadas estaban a la orden del día, así que las mujeres debían caminar con sus piernas bien cerradas para evitar un embarazo no deseado. Alrededor del estadio estaba el palacio del colesterol donde abundaban la chinchurria, morcilla, pajarilla, bofe y el campeón arroz de lisa. Encontrar el carro en el parqueadero, era toda una odisea y el zaperoco que se armaba a la salida era monumental. Diez minutos después estábamos en la casa descansando y esperando el noticiero para ver la repetición de los goles.

Estas son solo una muestra de las miles de historias y vivencias que encierra el viejo Romelio, las cuales se revivirán durante los próximos dos meses que “la querida de Barranquilla” lo tenga como sede.

Hoy en día los barranquilleros no cambiamos por nada el imponente y majestuoso Estadio Metropolitano Roberto Meléndez y lo queremos tanto como a una novia, lo que no podemos olvidar es que el Estadio Romelio Martínez fue nuestro primer amor, y el primer amor nunca se olvida.

Antonio Javier Guzmán P.
ajguz@yahoo.com