Estaba viendo un programa de TV en el  canal VH1 sobre los gloriosos años ’80 y recordé que en esa época se  escuchaba la mejor música, había juguetes para todas las edades y la  moda para los chicos y chicas era la más divertida y estrafalaria que  haya visto, estaba yo en la etapa de adolescencia. Rememoré mi  habitación de ese tiempo, la cual gracias a Dios y a mis padres tuve un  espacio para mí solo. Hoy quiero traerles todas esas vibraciones  energéticas describiendo cómo era una habitación de un adolescente en  los ’80.
Había diferentes formas para decorar el  cuarto dependiendo del estilo de cada adolescente, por supuesto había  diferencias según el género masculino o femenino. Estaba el estilo  colegial, el del jugador nerd, el deportista, el de estrella de rock y  el que combinaba todas las anteriores. El mío era este último.
En la entrada empezaba todo. Colgado en el pomo de la puerta un aviso en madera lacada que decía “No molestar, genio pensando”, con lo que se vislumbraba lo fastidioso de mi comportamiento por esos días. Claro está que todo el que leía la advertencia hacía caso omiso de él ya que lo único cierto era el no molestar, porque de genio poco y sólo pensaba pero en comer y jugar.
En la entrada empezaba todo. Colgado en el pomo de la puerta un aviso en madera lacada que decía “No molestar, genio pensando”, con lo que se vislumbraba lo fastidioso de mi comportamiento por esos días. Claro está que todo el que leía la advertencia hacía caso omiso de él ya que lo único cierto era el no molestar, porque de genio poco y sólo pensaba pero en comer y jugar.
Dentro de la habitación se apreciaba un  estilo ecléctico, una mezcla de todo un poco. Las paredes estaban  pintadas de distintos colores de neón, una de verde limón y otra  naranja, sin embargo el color no se veía por todos los objetos colgados  en ellas, a saber afiches o pósters (la palabra que se usaba en la  época) de diferentes artistas de cine o música, deportistas, carros; la  mayoría de estos afiche se los compraba a un cachaco bigotón que  recorría media Barranquilla vendiéndolos y quien los fines de semana se  parqueaba a la salida de los cines para que todos los jóvenes nos  antojáramos de comprarle alguno. En mi colección de obras de arte de  tamaño 1,20 x 90 cm, estaba un póster de Madonna  en blanco y negro  tal como Dios la trajo al mundo, una sábana tapaba  parte de su lado derecho y en su boca un cigarrillo. En otra pared  estaba el de Michael Jordan,  saltando o más bien volando desde la línea de tiro libre con su lengua  afuera y todo el estadio asombrado y extasiado por las capacidades  sobrenaturales del número 76 del equipo de baloncesto de los Chicago  Bulls. Otro afiche de Cindy Crwaford  reposada sobre un Ferrari rojo, su lunar y los diminutos shorts roídos y  llenos de pequeños orificios fueron mi amor platónico y mi tormento por  varios años. A otro lado, tenía enmarcadas algunos recortes de tiras  cómicas como Mafalda, Snoopy y Olafo.
En la pared frente a la cama tenía una  pizarra de corcho de 100 x 60 cm que utilizaba para colocar las notas  importantes de mi vida…no crean que el horario del colegio o la tabla  periódica la cual debía aprenderme de memoria. En el centro del corcho  un corazón grande flechado con las iniciales A&Y, la primera letra  correspondía a mi nombre, la segunda a la de una amiga que por años fue  mi novia imaginaria y que por desgracia nunca llegó a enterarse de  nuestra larga, fiel, tórrida y hermosa relación. Como aún no existía www.lyrics.com  , allí tenía las letras de las que para mí eran las mejores baladas  americanas del momento, “One more Try”, “I´ll be waiting for you”, “I  wanna know what love is”, entre otras; algunas de ellas  fueron  transcritas a puño y letra por este servidor reproduciendo la canción  varias veces en una grabadora AIWA  doble casetera, las que no podía copiar las recortaba de la sección  Pelaos del periódico El Heraldo. Todo estaba cuidadosamente pegado con  chinches de colores o varios stickers en forma de la cara amarilla de smiley,  muy famosa en ese entonces. En el corcho también pegaba los chistes y  mensajes que amigos me enviaban; no piensen en el mensajito en la  bandeja de entrada del correo de Hotmail o Yahoo, no, antes lo que se  usaba era el papel. Como no había consciencia que el mal uso del papel  deteriorara el medio ambiente, todos sacábamos varias copias del mismo  chiste, mensaje, adivinanza, foto, etc. Uno de los que más recuerdo es  este: “El año tiene 365 días de 24 horas, de las cuales 12 están  dedicadas a la noche y hacen un total de 182 días. Por lo tanto, solo  quedan 183 días hábiles; menos 52 domingos, quedan 131 días; menos 52  sábados, quedan un total de 79 días de trabajo; pero hay cuatro horas  diarias dedicadas a las comidas, sumando a 60 días, lo que quiere decir  que quedan 19 días dedicados al trabajo. Pero como usted goza de 15 días  de vacaciones, sólo le quedan cuatro días para trabajar; menos  aproximadamente tres días de permiso que usted utilizará por estar  enfermo o para hacer diligencias, solo le queda un día para trabajar,  pero ese día es precisamente, el "Día del Trabajo" (Primero de Mayo) que  es feriado y por lo tanto no se trabaja”. También tenía una colección  de estas hojas guardadas en mi carpeta Trapper Keeper con diseño  astrológico.
No habían pasado tres quinquenios desde  mi nacimiento, cuando ya el “marquismo” había impregnado mis neuronas.  La puerta que separaba mi habitación de la de mi hermana, estaba llena  de calcomanías con todas las marcas de ropa que estaban de moda por esos  años como lo eran Huff and Puff, Fiorucci, Givenchy, United Color of  Benetton, Reebok, OP, Pepe Jeans, Puma, Nike, Adidas, Levi’s, Marithé  François Girbaud, y otras tantas marcas. Como no podía pertenecer al  menos al proletariado y mis padres sólo me daban para la merienda  semanal, no tenía ni un peso para comprar algunas de estas marcas, así  que todas estas calcomanías las conseguía un amigo que trabajaba en  Amadeus, un almacén de ropa importada ubicado en la calle 77 con carrera  62.
Para mitigar el intenso calor currambero, del techo colgaba un vetusto pero efectivo abanico (ventilador)  metálico, que por cierto varias veces estuvo a punto de cercenarme los  dedos cuando por descuido alzaba las manos, marca Cruz Azul de tres  aspas y cinco velocidades, de las cuales sólo funcionaba la número  cuatro y se manejaban desde un mando ubicado en la pared frontal de mi  cama.
El área de entretenimiento, ubicado en un rincón del cuarto, estaba a cargo de un televisor de 14 pulgadas a color,  reposado sobre una máquina de coser Singer, tenía antena VHF y UHF y  con algo de suerte y colocando un gancho de ropa como antena podía coger  la señal de algún canal extranjero y entretenerme con algún enlatado de  la época. Las canales nacionales sólo eran dos, canal uno y canal A. Mi  ídolo de la TV era Fernando González Pacheco y mis programas favoritos  “Dejémonos de Vainas”, “Los Magníficos” y aunque sea difícil de creerlo  “El boletín del consumidor”, porque de ahí aprendí a comer las frutas de  temporada y a preparar deliciosos concentrados.
Por otro lado, en mi mesita de noche estaba colocada la grabadora doble casetera AIWA  (lo último en guaracha) de color gris, regalo de mi tía ricachona de  Estados Unidos, con la que podía grabar todas las canciones que quisiera  y reproducírselas a mis amigos del barrio o del colegio, en los  cassettes TDK de 60’ o 90’. En el espacio inferior de la mesita tenía un  Atari 2600, el equivalente al Nintendo Wii de hoy, con el cual me  trasnochaba jugando marcianitos y Pac-man; sólo tenía un control de una  palanca y un botón. Eso sí, jamás desplacé mis otras actividades como  jugar fútbol o patinar, por jugar con el Atari, de hecho prefería mil  veces departir con mis amigos en la calle que estar frente a ese  novedoso aparato. En una de las gavetas de la mesita guardaba un  frasquito de Vick Vaporub para la temporada de resfriados, tres pares de  baterías tamaño A para la grabadora, el cubo Rubik que jamás pude  descifrar, un trompo, una coca, el yo-yo y cientos de bolitas de uñita  (canicas), un frasquito de desodorante Arden for men, el perfume Iquitos para los quinceañeros y una peinilla negra de plástico marca Vandux.
La zona destinada al estudio estaba al  otro lado de la habitación. La conformaba un cómodo  escritorio-biblioteca metálico, comprado en almacenes Bima,  donde tenía  la enciclopedia Lexis 22 y El Mundo de los Niños,  que me servían para todas mis tareas de Ciencias, Historia  y Español.  Ahí mismo guardaba todos mis cuadernos Norma, Jean Book y los libros del  colegio, uno de ellos El Quijote de la Mancha, el cual duré leyendo más  tiempo que el que duró Miguel de Cervantes escribiendolo, y no lo pude  terminar, un globo terráqueo con el que jugando aprendí la ubicación de  muchos países y sus capitales, además de una colección de latas vacías  de gaseosa y cervezas de varias nacionalidades.
Mi cama de 0.9 x 1.9m, era de madera  tallada (de la buena decía mi madre), maciza, pesaba casi una tonelada;  en ella aprendí a conocer mi cuerpo y cada una de mis zonas erógenas. En  la soledad de la noche, acostado en esa cama podía ver los rayos de la  luna barranquillera que se colaban por mi ventana que daba al hall o  caja de aire que separaba mi casa de la del vecino, por allí pasaban  muchos gatos y les veía corretear a sus amantes y una que otra vez a  algún ladronzuelo robando ropa de los patios aledaños. Del espaldar  colgaba un morral con las figuras de la Guerra de las Galaxias lleno de  ropa con la cual intenté huir de mi casa en varias oportunidades pero  nunca conseguí llegar más allá de la esquina. Debajo de la cama guardaba  varios balones de todos los tamaños, desde la popular bola de trapo, pasando por el balón de micro hasta llegar al número 5 marca Mikasa.
Mi armario de dos puertas estaba  decorado por un afiche del Junior con todas sus estrellas (Carlos  Ischia, Wilson Pérez, Lorenzo Carrabs, Alexis Mendoza) y también sus  otros paquetes. En la otra puerta Diego Armando Maradona celebrando el  gol que hizo con la mano de dios contra Inglaterra en el mundial ‘86 y  un afiche gigante de Terminator que  decía “I´ll be back”. En este armario guardaba, como colección, todas  las camisetas de los equipos de fútbol donde jugué desde niño, los  patines con botín y mi ropa de diario, donde predominaban las camisetas  de colores fluorescentes, camisas estampadas, los jeans con prelavado y  en un rincón muy bien planchada la pinta “uniqueña” para todos los  quinceañeros y fiestas: un pantalón gris con una chaqueta blanca  remangada a tres cuartos y una corbata de cuero y delgada, como las que  ahora luce Pep Guardiola. De vez en cuando dejaba entreabierta la  puerta, para que la podobromhidrosis, la vulgar pecueca, de mis tenis viejos ventilara y el cuarto tomara un ambiente menos pesado.
La ropa sucia la tiraba en un canasto de mimbre tejido  y comercializado por unas negras cuarto bate que se recorrían los  barrios con sus productos encima de sus cabezas cantando “llevo los  canaaastos para la rooopaaa”.
Este fue un recorrido por mi humilde y  acogedora habitación; espero que les haya gustado y que a mis  contemporáneos le trajera buenos recuerdos y añoren por un momento todas  las cosas y experiencias que vivimos en esa bella década. Parece  mentira que recuerde tanto detalle de hace veinte años y ahora mismo no  sepa donde dejé las llaves de mi casa... ¡Así es la vida!
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