viernes, 10 de junio de 2011

Habitación de un adolescente en los ochentas


Estaba viendo un programa de TV en el canal VH1 sobre los gloriosos años ’80 y recordé que en esa época se escuchaba la mejor música, había juguetes para todas las edades y la moda para los chicos y chicas era la más divertida y estrafalaria que haya visto, estaba yo en la etapa de adolescencia. Rememoré mi habitación de ese tiempo, la cual gracias a Dios y a mis padres tuve un espacio para mí solo. Hoy quiero traerles todas esas vibraciones energéticas describiendo cómo era una habitación de un adolescente en los ’80.

Había diferentes formas para decorar el cuarto dependiendo del estilo de cada adolescente, por supuesto había diferencias según el género masculino o femenino. Estaba el estilo colegial, el del jugador nerd, el deportista, el de estrella de rock y el que combinaba todas las anteriores. El mío era este último.
En la entrada empezaba todo. Colgado en el pomo de la puerta un aviso en madera lacada que decía “No molestar, genio pensando”, con lo que se vislumbraba lo fastidioso de mi comportamiento por esos días. Claro está que todo el que leía la advertencia hacía caso omiso de él ya que lo único cierto era el no molestar, porque de genio poco y sólo pensaba pero en comer y jugar.

Dentro de la habitación se apreciaba un estilo ecléctico, una mezcla de todo un poco. Las paredes estaban pintadas de distintos colores de neón, una de verde limón y otra naranja, sin embargo el color no se veía por todos los objetos colgados en ellas, a saber afiches o pósters (la palabra que se usaba en la época) de diferentes artistas de cine o música, deportistas, carros; la mayoría de estos afiche se los compraba a un cachaco bigotón que recorría media Barranquilla vendiéndolos y quien los fines de semana se parqueaba a la salida de los cines para que todos los jóvenes nos antojáramos de comprarle alguno. En mi colección de obras de arte de tamaño 1,20 x 90 cm, estaba un póster de Madonna en blanco y negro tal como Dios la trajo al mundo, una sábana tapaba parte de su lado derecho y en su boca un cigarrillo. En otra pared estaba el de Michael Jordan, saltando o más bien volando desde la línea de tiro libre con su lengua afuera y todo el estadio asombrado y extasiado por las capacidades sobrenaturales del número 76 del equipo de baloncesto de los Chicago Bulls. Otro afiche de Cindy Crwaford reposada sobre un Ferrari rojo, su lunar y los diminutos shorts roídos y llenos de pequeños orificios fueron mi amor platónico y mi tormento por varios años. A otro lado, tenía enmarcadas algunos recortes de tiras cómicas como Mafalda, Snoopy y Olafo.

En la pared frente a la cama tenía una pizarra de corcho de 100 x 60 cm que utilizaba para colocar las notas importantes de mi vida…no crean que el horario del colegio o la tabla periódica la cual debía aprenderme de memoria. En el centro del corcho un corazón grande flechado con las iniciales A&Y, la primera letra correspondía a mi nombre, la segunda a la de una amiga que por años fue mi novia imaginaria y que por desgracia nunca llegó a enterarse de nuestra larga, fiel, tórrida y hermosa relación. Como aún no existía www.lyrics.com , allí tenía las letras de las que para mí eran las mejores baladas americanas del momento, “One more Try”, “I´ll be waiting for you”, “I wanna know what love is”, entre otras; algunas de ellas fueron transcritas a puño y letra por este servidor reproduciendo la canción varias veces en una grabadora AIWA doble casetera, las que no podía copiar las recortaba de la sección Pelaos del periódico El Heraldo. Todo estaba cuidadosamente pegado con chinches de colores o varios stickers en forma de la cara amarilla de smiley, muy famosa en ese entonces. En el corcho también pegaba los chistes y mensajes que amigos me enviaban; no piensen en el mensajito en la bandeja de entrada del correo de Hotmail o Yahoo, no, antes lo que se usaba era el papel. Como no había consciencia que el mal uso del papel deteriorara el medio ambiente, todos sacábamos varias copias del mismo chiste, mensaje, adivinanza, foto, etc. Uno de los que más recuerdo es este: “El año tiene 365 días de 24 horas, de las cuales 12 están dedicadas a la noche y hacen un total de 182 días. Por lo tanto, solo quedan 183 días hábiles; menos 52 domingos, quedan 131 días; menos 52 sábados, quedan un total de 79 días de trabajo; pero hay cuatro horas diarias dedicadas a las comidas, sumando a 60 días, lo que quiere decir que quedan 19 días dedicados al trabajo. Pero como usted goza de 15 días de vacaciones, sólo le quedan cuatro días para trabajar; menos aproximadamente tres días de permiso que usted utilizará por estar enfermo o para hacer diligencias, solo le queda un día para trabajar, pero ese día es precisamente, el "Día del Trabajo" (Primero de Mayo) que es feriado y por lo tanto no se trabaja”. También tenía una colección de estas hojas guardadas en mi carpeta Trapper Keeper con diseño astrológico.

No habían pasado tres quinquenios desde mi nacimiento, cuando ya el “marquismo” había impregnado mis neuronas. La puerta que separaba mi habitación de la de mi hermana, estaba llena de calcomanías con todas las marcas de ropa que estaban de moda por esos años como lo eran Huff and Puff, Fiorucci, Givenchy, United Color of Benetton, Reebok, OP, Pepe Jeans, Puma, Nike, Adidas, Levi’s, Marithé François Girbaud, y otras tantas marcas. Como no podía pertenecer al menos al proletariado y mis padres sólo me daban para la merienda semanal, no tenía ni un peso para comprar algunas de estas marcas, así que todas estas calcomanías las conseguía un amigo que trabajaba en Amadeus, un almacén de ropa importada ubicado en la calle 77 con carrera 62.

Para mitigar el intenso calor currambero, del techo colgaba un vetusto pero efectivo abanico (ventilador) metálico, que por cierto varias veces estuvo a punto de cercenarme los dedos cuando por descuido alzaba las manos, marca Cruz Azul de tres aspas y cinco velocidades, de las cuales sólo funcionaba la número cuatro y se manejaban desde un mando ubicado en la pared frontal de mi cama.

El área de entretenimiento, ubicado en un rincón del cuarto, estaba a cargo de un televisor de 14 pulgadas a color, reposado sobre una máquina de coser Singer, tenía antena VHF y UHF y con algo de suerte y colocando un gancho de ropa como antena podía coger la señal de algún canal extranjero y entretenerme con algún enlatado de la época. Las canales nacionales sólo eran dos, canal uno y canal A. Mi ídolo de la TV era Fernando González Pacheco y mis programas favoritos “Dejémonos de Vainas”, “Los Magníficos” y aunque sea difícil de creerlo “El boletín del consumidor”, porque de ahí aprendí a comer las frutas de temporada y a preparar deliciosos concentrados.

Por otro lado, en mi mesita de noche estaba colocada la grabadora doble casetera AIWA (lo último en guaracha) de color gris, regalo de mi tía ricachona de Estados Unidos, con la que podía grabar todas las canciones que quisiera y reproducírselas a mis amigos del barrio o del colegio, en los cassettes TDK de 60’ o 90’. En el espacio inferior de la mesita tenía un Atari 2600, el equivalente al Nintendo Wii de hoy, con el cual me trasnochaba jugando marcianitos y Pac-man; sólo tenía un control de una palanca y un botón. Eso sí, jamás desplacé mis otras actividades como jugar fútbol o patinar, por jugar con el Atari, de hecho prefería mil veces departir con mis amigos en la calle que estar frente a ese novedoso aparato. En una de las gavetas de la mesita guardaba un frasquito de Vick Vaporub para la temporada de resfriados, tres pares de baterías tamaño A para la grabadora, el cubo Rubik que jamás pude descifrar, un trompo, una coca, el yo-yo y cientos de bolitas de uñita (canicas), un frasquito de desodorante Arden for men, el perfume Iquitos para los quinceañeros y una peinilla negra de plástico marca Vandux.

La zona destinada al estudio estaba al otro lado de la habitación. La conformaba un cómodo escritorio-biblioteca metálico, comprado en almacenes Bima, donde tenía la enciclopedia Lexis 22 y El Mundo de los Niños, que me servían para todas mis tareas de Ciencias, Historia y Español. Ahí mismo guardaba todos mis cuadernos Norma, Jean Book y los libros del colegio, uno de ellos El Quijote de la Mancha, el cual duré leyendo más tiempo que el que duró Miguel de Cervantes escribiendolo, y no lo pude terminar, un globo terráqueo con el que jugando aprendí la ubicación de muchos países y sus capitales, además de una colección de latas vacías de gaseosa y cervezas de varias nacionalidades.

Mi cama de 0.9 x 1.9m, era de madera tallada (de la buena decía mi madre), maciza, pesaba casi una tonelada; en ella aprendí a conocer mi cuerpo y cada una de mis zonas erógenas. En la soledad de la noche, acostado en esa cama podía ver los rayos de la luna barranquillera que se colaban por mi ventana que daba al hall o caja de aire que separaba mi casa de la del vecino, por allí pasaban muchos gatos y les veía corretear a sus amantes y una que otra vez a algún ladronzuelo robando ropa de los patios aledaños. Del espaldar colgaba un morral con las figuras de la Guerra de las Galaxias lleno de ropa con la cual intenté huir de mi casa en varias oportunidades pero nunca conseguí llegar más allá de la esquina. Debajo de la cama guardaba varios balones de todos los tamaños, desde la popular bola de trapo, pasando por el balón de micro hasta llegar al número 5 marca Mikasa.

Mi armario de dos puertas estaba decorado por un afiche del Junior con todas sus estrellas (Carlos Ischia, Wilson Pérez, Lorenzo Carrabs, Alexis Mendoza) y también sus otros paquetes. En la otra puerta Diego Armando Maradona celebrando el gol que hizo con la mano de dios contra Inglaterra en el mundial ‘86 y un afiche gigante de Terminator que decía “I´ll be back”. En este armario guardaba, como colección, todas las camisetas de los equipos de fútbol donde jugué desde niño, los patines con botín y mi ropa de diario, donde predominaban las camisetas de colores fluorescentes, camisas estampadas, los jeans con prelavado y en un rincón muy bien planchada la pinta “uniqueña” para todos los quinceañeros y fiestas: un pantalón gris con una chaqueta blanca remangada a tres cuartos y una corbata de cuero y delgada, como las que ahora luce Pep Guardiola. De vez en cuando dejaba entreabierta la puerta, para que la podobromhidrosis, la vulgar pecueca, de mis tenis viejos ventilara y el cuarto tomara un ambiente menos pesado.

La ropa sucia la tiraba en un canasto de mimbre tejido y comercializado por unas negras cuarto bate que se recorrían los barrios con sus productos encima de sus cabezas cantando “llevo los canaaastos para la rooopaaa”.

Este fue un recorrido por mi humilde y acogedora habitación; espero que les haya gustado y que a mis contemporáneos le trajera buenos recuerdos y añoren por un momento todas las cosas y experiencias que vivimos en esa bella década. Parece mentira que recuerde tanto detalle de hace veinte años y ahora mismo no sepa donde dejé las llaves de mi casa... ¡Así es la vida!

Antonio Javier Guzmán P.
ajguz@yahoo.com
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