miércoles, 2 de marzo de 2011

Crónica de Carnaval


Esta historia transcurrió cuando entraba a mi adultez temprana en el año de 1997 y, en el que viví un intenso pre-carnaval que literalmente me dejó en bancarrota.

Seis meses atrás la reina había sido escogida entre un ramillete de mujeres bellas, inteligentes y conocedoras innatas de nuestra cultura carnavalesca. Después de las exigentes pruebas a las que fueron sometidas las candidatas, yo sabía que la elegida sería la de apellido Donado, Gerlein, Lafaurie o Abuchaibe. La reina elegida, de inmediato viajó a Barranquilla procedente de Bogotá donde cursaba quinto semestre en sus estudios de Administración de Empresas en la Universidad Javeriana. Al llegar a curramba en el aeropuerto Ernesto Cortissoz su primera frase como reina fue: “este es mi sueño hecho realidad, desde niña siempre quise ser la Reina del Carnaval de Barranquilla”. Seguidamente la reina se puso en un estricto régimen alimenticio y de baile que le servirían para soportar las extenuantes jornadas que se acercaban y, por supuesto no pudo faltar la visita al cirujano de confianza, quien le realizó algunos trabajitos de latonería y pintura que la dejaron inmaculada.

Asistí a la primera presentación oficial de la reina, la Lectura del Bando, donde después de múltiples presentaciones de los mejores grupos folclóricos de la ciudad y sus alrededores, “Su Majestad” recitó de un gigantesco pergamino varios decretos, seguramente redactados por algún poeta de barrio pero leídos por ella con tal naturalidad que parecerían de inspiración propia… ¡siii como nooo!

Días después estuve en el Garabato del Country, donde se reunió la crema y nata de la más alta y rancia sociedad barranquillera. Las primeras veinte parejas desplegaron una bella coreografía de la mano de “la Tuti”, “Mimi”, “Chechy”, “Coqui”, “Gigi”, “Nini” y otras tantas encopetadas con alias diminutivos, acompañadas de sus elegantes y distinguidos esposos quienes lucían costosas capas bordadas a mano con diferentes insignias alusivas a Barranquilla como el escudo del Junior, el torito y la marimonda. Así como la marimonda (léase tronco de pea) que llevaban el resto de los danzantes o maratonistas, porque en vez de bailar iban corriendo o trastabillando fruto de los etanoles ingeridos desde tempranas horas de la tarde; después de los primeros quince minutos de danza el resto del espectáculo fue un completo zaperoco, liderado por los jóvenes futuros burgomaestres de nuestra ciudad, sus novias (las futuras reinas), socios garrapatas y cansones amigos de los socios que se morían por salir en tan magno evento. Al día siguiente el titular en la prensa fue: “Garabato del Country Apoteósico”… ¿Apoteósico?, dónde estaba yo que no lo vi, ¿de qué me perdí?

Es el viernes previo a los Carnavales de Barranquilla y como todas las mañanas salgo bien temprano para la oficina, solo que esta vez voy vestido de jeans y camiseta, la informalidad reinará hoy en la empresa. El tráfico vehicular es insoportable y en cualquier rincón de la ciudad se respira carnaval, los niños van disfrazados a sus colegios, los empleados bancarios van con camisetas floreadas que algún compañero de trabajo les vendió tras mucha insistencia y en la calle hasta los vendedores ambulantes están disfrazados. El día transcurre entre reuniones informales donde se planea la rumba de esa noche y los cuatro días siguientes, ruedan caletas las botellas del viejo Parr y las cervezas bien heladas compradas en la tienda de la esquina después de una vaca. De ahí salgo mas prendido que tabaco de bruja, eso sí pendiente de no darle papaya a los amigos de lo ajeno, quienes por estos días trabajan a doble jornada.

La cita nocturna es en la casa de mi amigo Roberto, quien ha invitado a todo el mundo a una fiesta amenizada por Mr. Aguja alternando con un conjunto de millo. En esta época, por el dinero nadie se preocupa, los barranquilleros podemos pasar las verdes y las maduras todo el bendito año pero en los Carnavales la plata nunca nos falta, ya sea rompiendo el choncho, sacando los ahorros de la cuenta, cogiendo del presupuesto familiar o sencillamente empeñando hasta el alma, el billete aparece porque aparece. Si en el peor de los casos nada de esto funciona y seguimos más pelao que el jopito del Niño Dios, la mejor opción es montarles un canal panameño a nuestros amigos que de seguro nunca nos negarán un trago. Después de brillar hebilla y escuchar mil quinientas veces el disco de moda del Carnaval tomo la inteligente decisión de irme a casa a descansar para cargar fuerzas para el día siguiente.

El sábado de carnaval es prometedor, tuve la fortuna de ganarme un pase doble para todos los desfiles de la vía 40. Desayuno con una suculenta arepa de huevo y una Pony Malta, luego me doy un prolongado duchazo y elijo mi ropa para la Batalla de Flores. Mis tenis viejos, el jean mas llevao que tengo, ese que tiene huequitos en las rodillas y ventilación directa en la zona baja, sombrero vueltiao, gafitas alcahuetas para ocultar el trasnocho del día anterior y una buena camiseta que aguante el duro trajín y que sea a prueba del famoso golpe de ala. El dinero lo reparto en los dos bolsillos, dos aspirinas, mi celular baby Nokia y un preservativo por si tengo suerte ese día. Después de alistarme, paso a recoger a mi amiga Margarita quién desde hace varios meses me trae babeando aunque aún no me da ni la hora. Ella, como cualquier mujer, muy vanidosa y coqueta, sale vestida con lo mejor de su ajuar, jean ajustado a su figura que le resalta las curvas propias de la mujer costeña, collares, pulseras, mochila Wayú, blusa escotada llena de lentejuelas, mostacillas y canutillos, un moño con una flor en el cabello y unas cómodas sandalias compradas en Todo a $19.999. La contemplo en silencio y me digo: “si Dios y los etanoles me ayudan, hoy todo eso será mío”.

Tomamos un taxi que hizo hasta lo imposible por dejarnos lo más cerca de la vía 40, sin embargo nos tocó caminar un buen trayecto bajo las inclemencias de un “mono” devastador. Al llegar al palco reinaba el caos y después de muchos apretujones y recostadas logramos ingresar. Una papayera entona los clásicos raspacanillas y el licor llega sin pedirlo desde los cuatro frentes. Aguardiente por la derecha, whiskey al frente, frías a la izquierda y ron Medellin en la retaguardia. Todos esos tragos eran bien recibidos por nosotros, sin embargo, yo le hacía fuerza para que mi amiga tomara el popular “afloja chocho”. Ya lo tenía todo planeado, al finalizar el evento le echaría los perros a Margarita, si mordía el anzuelo lo más seguro era que le diera uso al látex que llevaba en el bolsillo, si no caía tendría la excusa de que fue por los tragos.
Pasamos varias horas llenas de alegría, y diversión gracias a la espontaneidad y simpatía de todos los participantes, empezando con la reina y su corte de colados, pasando por los coloridos garabateros, los distinguidos cumbiamberos, seguido de las marimondas saltarinas con su pea pea, espectaculares carrozas y terminando con los clásicos disfraces como “la loca”, “el africano”, “Mr T”, “Maria Moñitos”, “los cabezones”, “las muñeconas”, “el congo”, “el torito” y “los descabezados”.

No recuerdo en qué instante empezó el juego amoroso entre mi amiga y yo pero llegó un momento en que ambos queríamos dejar de ver el desfile y danzar al son de nuestros cuerpos, no obstante ella apenada me decía: “no sé qué tengo, te juro que esto nunca antes me había pasado”. Le dije que estuviera tranquila y de la manera más elegante y cortés que pude le dije que nos fuéramos a un sitio donde pudiéramos estar completamente solos y ojalá rodeados de espejos.

Al terminar el desfile la salida del palco fue un lío de la Madonna y encontrar un taxi fue una empresa titánica. Mientras estábamos en la búsqueda compré dos cervezas para mantener el grado de alcohol de mi amiga en su punto ideal, es decir los suficientemente ebria como para que no se arrepintiera pero lo suficientemente sobria como para que no se me durmiera. Al fin nos subimos en un destartalado Chevette a quien le pedimos que nos llevara a las minas de mi amigo Juancho. Después de media hora de evadir cientos de borrachitos en las calles, botellas, carros y camiones tomamos la famosa calle de los locos y entre más cerca nos encontrábamos más fuerte latían mi corazón y mi cremallera. Al llegar al motel elegido, notamos que la fila de carros era más larga que una semana sin carne, esperamos aproximadamente veinte minutos que parecieron dos horas pero la hilera de carros no avanzaba un solo milímetro así que nos dirigimos a otros moteles pero corrimos con la misma suerte, todo estaba a reventar. Al parecer toda Barranquilla se había puesto de acuerdo para tener sexo al unísono o habían colocado alguna especie de afrodisiaco en las bebidas que vendieron en la batalla de flores. El tiempo de espera era de mínimo dos horas así que sabiamente decidimos irnos cada uno a sus respectivas casas como la selección de fútbol de Colombia, puro toque toque y de aquello nada.

A la mañana siguiente les regalé a mis padres el bono del palco para que fueran a ver el desfile de ese día, no tanto por generosidad de mi parte sino para que la casa quedara para mi solito y poder finiquitar lo que quedó pendiente del día anterior. A eso de las 11 a.m. mis papás se fueron para el desfile y de inmediato llamé a Margarita para invitarla a la casa a disfrutar de lo que se podría llamar literalmente “La Gran Parada” y muy contenta por la noticia me dijo que la esperara. Arreglé mi cuarto lo mejor que pude, recogí  todo el desorden que tenía, medias, zapatos e interiores regados por toda la habitación. Prendí una vela aromatizante y conseguí los mejores cd´s de baladas americanas para ambientar la ocasión.

Las horas pasaban, la vela se acabó y Margarita no aparecía, la ansiedad y el aburrimiento iban haciendo mella en mí. Encendí la televisión para matar el aburrimiento y ver el desfile por Telecaribe donde pude darme cuenta que era mucho más bonito y organizado que la batalla de flores del día anterior. En ese momento me invadió un sentimiento egoísta donde me arrepentí de haberle regalado las boletas a mis padres. En vez de estar esperando como un tonto a alguien que ni sé si vendrá estuviera disfrutando del desfile en buena compañía.

A eso de las 6 p.m. Margarita se presentó a mi casa en compañía de una amiga, una linda y curvilínea paisita. Cuando las vi pensé que Dios había escuchado mis plegarias y todas mis fantasías sexuales se concretarían, pero la cruda realidad era bastante diferente. Resultó que su amiga había llegado esa tarde procedente de Medellín para disfrutar dos días del Carnaval. Margarita la recogió en el aeropuerto, por ende su retraso, y de inmediato se fue a mi casa para idearnos la farra de esa noche. Yo mencioné la fiesta del Hotel El Prado destacando lo “caribeño” de la entrada. “No te preocupes” me dijo la paisita Natalia, y añadió “yo pago todo, lo que necesito es que me consigas un buen parejo”. De inmediato le contesté “dalo por hecho, te conseguiré el galán mas apetecido de todo el condado”. Tan pronto se fueron tomé mi agenda hurgando entre las páginas el nombre ganador. La tarea resultó mucho más difícil de lo que había imaginado, de mi lista de amigos muchos ya habían cambiado de teléfono, algunos se habían casado y otros estaban ocupados lo que reducía la lista a un puñado de nombres. El elegido fue Carlos, un vecino y amigo de toda la vida, atlético, bien parecido y caballeroso. No le tuve que decir dos veces para que en menos de una hora estuviera listo en mi casa. Lo primero que me preguntó “¿ey ven acá pero la vieja si está buena?”. Un simple “Uff” como respuesta de mi parte bastó para que quedara plenamente convencido.

Recogimos a nuestras respectivas parejas y llegamos al majestuoso Hotel El Prado. De inmediato nos ubicamos en una mesa cercana a la tarima y pedimos una botella de whiskey de marca Black and White, algo así como ingerir gasolina tipo premium.

El cartel de artistas para esta noche: Joe Arroyo, Checo Acosta, Ivan Villazón y el Grupo Niche. El plato estaba servido para azotar baldosa hasta altas horas de la noche y así lo hicimos, sólo nos sentamos en el tiempo de descanso de cada agrupación para hidratarnos y comer algo de crispeta, maní y mango verde servido en nuestras mesas.

Lo de Carlos y Natalia fue amor a primera vista, parecían un par de tortolitos bailando mientras buscaban el rincón más lejano que fuese cómplice de la pasión desenfrenada que transpiraban. Margarita y yo charlábamos como amigos, fingiendo que el día anterior no había pasado nada entre nosotros y, esta vez me tocó recurrir a todas mis técnicas de seducción, aprendida unos años atrás cuando aprendí a bailar, para tenerla nuevamente en mis brazos a placer.

Natalia le dedicaba a Carlos “En Barranquilla me quedo” mientras yo le cantaba a Margarita al oído “Una Aventura” del grupo Niche. Fueron momentos que están sellados en mi memoria y que nunca olvidaré.
La parranda duró hasta las 5 a.m., de ahí salimos con los pies hinchados y con un hambre atroz que solo fue aplacado con una humeante sopa de Mac Mondongo. Dejamos a nuestras parejas en sus casas y camino a nuestros domicilios Carlos me agradecía por presentarle a la futura madre de sus hijos mientras yo le sugería que se lo tomara con calma.

Es lunes de Carnaval, 2 p.m. y me acabo de desprender de los brazos de Morfeo. Tengo una sed insaciable y dolores en cada fibra de mi cuerpo. Me doy un baño policía y desayuno una hayaca con pan de sal y café con leche. Coordino por teléfono nuestra salida de hoy.

Junto con mis tres camaradas de la noche anterior nos disponemos a pasar un día de playa. Las playas del Country están hasta las tetas, gente de todos los estratos, colores y olores. Algunos todavía disfrazados, otros con ropa formal y más de uno como Dios los trajo al mundo, tratando de pasar la resaca al son de las olas y el vaivén de una hamaca. Pedimos una jarra con refajo y una picada de huevas de pescado. Al parecer esas serían las únicas huevas que probaría Margarita porque su amiga Natalia no se le despegaba un solo minuto. Cómo si me hubiera leído la mente, se me acercó y con voz seductora me dijo “Natalia regresa esta tarde a Medellín así que no te preocupes que hoy mismo cuadramos el chico”.

Animado por su confesión me puse más feliz que cachaco en playa y, con la idea de tener la vitalidad necesaria para la faena amorosa que me esperaba, me comí un coctel afrodisiaco con ceviche de camarón, ostras, y pulpo acompañado con 4 galletas de soda y una menta para mejorar el aliento. Un buen chapuzón en el mar complementó mi rutina para sentirme como todo un semental.

Tan pronto como llegué a mi casa a esperar la llamada millonaria de Margarita me empecé a sentir mal, los retorcijones de estómago fueron seguidos de nauseas, fiebre y vómito. El diagnóstico era bastante claro, intoxicación con el famoso coctel afrodisiaco. Mi romántica noche en la que disfrutaría las mieles del amor se convirtió en una terrorífica noche en una clínica con la vena canalizada y a punta de suero, pero no atolla buey valga la aclaración. Aproximadamente a las 2 a.m. y todavía con mucha debilidad salí de ahí con Margarita quien de manera muy caritativa me acompañó en mi “comparsa” de dolor toda la noche.

Después de dormir por sólo un par de reparadoras horas, me despierto bien temprano, es martes de carnaval. La dieta líquida me reanimaba con cada sorbo ingerido y ya me sentía con el ánimo suficiente para enterrar a Joselito. Mi hermana invitó a la casa para almorzar a un generoso grupo de familiares y amigos, quienes saborearon un apetitoso sancocho de guandúles con carne salada, alimento “algo” pesado para mi pobre estómago por lo que mi madre se ofreció a prepararme una sopita de pollo con muchas verduras que fue agradecido a gritos por mis entrañas.

Mientras departíamos el almuerzo fuimos visitados por varios grupos de viudas que cargaban a un Joselito “bien dotado” y aferrado a una canillona de ron en un ataúd improvisado y lloraban a cantaros clamando “Ay Jose por qué te moriste y me dejaste sola, ay Jose no me dejaste ni un peso pa´la comida…”, se lamentaban las señoras vestidas de negro y sólo dejaban de berrear cuando alguno de los asistentes les regalaba unos cuantos pesos.

Por otro sector de la cuadra una gavilla de muchachos combate una guerra a muerte de bolsitas de agua y recordé la época en la que yo también libraba esas batallas hasta que mi brazo se desgarraba. Algunas de las bolsitas de bolis las llenábamos con el preciado líquido y otras con fluidos no tan preciados.

Justo al terminar de almorzar llamó Margarita y después de preguntarme si ya me sentía bien, me dijo -“te tengo dos noticias, una buena y una mala, ¿cuál quieres primero?”-
-“primero la buena”- le respondí con afán.
-“mi casa está sola y completamente disponible para los dos”- respondió Margarita, aunque su voz no sonaba tan alegre pese a la excelente noticia.
-“¿y la mala cuál es?”- pregunté con algo de resignación.
-“Me llegó “mi amiga”, la que me visita todos los meses"- me dijo, mientras yo con la lentitud mental que me caracteriza y aún confundido procesaba la respuesta en clave recibida.
-“Pero, ¿cómo así?, no acabas de decirme que…ahhh,”- por fin comprendí que por esos días tendría el semáforo en rojo.

De igual forma me dirigí a su casa, muy juiciosos nos sentamos en la sala a ver por televisión los mejores momentos del Festival de Orquestas y Acordeones donde todas las agrupaciones que se habían presentado en el Hotel el Prado dos días atrás se llevaban el Congo de Oro en sus respectivas categorías. Con cada disco que escuchábamos nuestros cuerpos se acercaban más y más y la temperatura corporal hacia hervir nuestra sangre. Pero de nada sirvieron los ruegos y suplicas para que nos “voláramos el semáforo” o que me diera vía libre a la “sucursal”, así que me tocó conformarme con pasar el resto de la tarde abrazados y agarraditos de la mano cual novios adolescentes. Con mucha resignación acepté mi derrota pero con la esperanza que vendrían más días para finalizar con calma y en mejores condiciones ese idilio de amor lleno de alegrías y tropiezos.

Mis carnavales terminaron el miércoles en la misa de 7 a.m. donde me pusieron la Cruz de ceniza que muy orgullos exhibí el resto del día creyéndome más católico y santo que los que tenían la frente limpia, haciéndole caso al dicho que dice “el que peca y reza empata”. Para muchos de los que tuvieron mejor suerte que yo, nueve meses después los recibirá el fruto de su aventura lujuriosa y le darán la razón al estribillo de Dolcey Gutierrez que dice “todo el que nace en noviembre es hecho en los carnavales”.

Definitivamente en Barranquilla “¡Quién lo vive es quién lo goza!” en el Carnaval de la Arenosa.

FIN

Antonio Javier Guzmán P.
ajguz@yahoo.com