Como típico adolescente, unos de mis sueños en esta etapa era aprender a conducir un carro. Por supuesto, que no tenía ni la edad ni los recursos para acceder a un curso de manejo. Así que quise empezar, por donde la mayoría de los de mi generación empezamos, con el carro y el profesor más cercano, el de mis papas. Para ese entonces, el carro de la familia era un Renault 18 Break, color rojo fuego, modelo 86, bastante amplio y más largo que una semana sin carne.
Después de mucho rogarle (léase llorarle) a mi señor padre, finalmente accedió a que en las vacaciones de diciembre de ese año me enseñaría a conducir automóvil, PERO, por supuesto que debía haber un pero, con la condición de que mejorara mis calificaciones en el colegio y que no perdiera ninguna asignatura. Tras seis meses de mucho esfuerzo pude cumplir a ras con bola la titánica labor, teniendo en cuenta que a mitad de año iba perdiendo hasta las materias fecales y lo único que había ganado era “recreo”.
Antes de iniciar las tan anheladas y esperadas clases, el único conocimiento que tenia sobre carros y de manejarlos, era el adquirido por la curiosidad, viendo a los adultos maniobrar con total destreza lo que para los jóvenes se hacía una empresa casi irrealizable. El único timón que había manejado era el de las maquinitas tragamonedas donde jugaba Karts y en las que tenia los mejores registros marcados con mis iniciales AJGP.
Llegó el día de la primera clase, mi padre decidió buscar una zona de poco flujo vehicular; la manzana elegida como mi salón de clases, fue el sector donde hoy se encuentra ubicado el centro comercial Buenavista y sus alrededores, el cual hace veinte años eran hectáreas de cadillo y miles de cabezas de paco paco. El riesgo en ese sector no era estrellarse sino ser víctima de un atraco.
Sentado al volante del carro me sentí como Meteoro (y eso que ni lo había encendido). Después de la corta clase de teoría, donde se me indicó lo básico: cloche, freno, acelerador, barra de cambios con 1ª, 2da, 3era, 4ta. velocidad, neutral y rever. Logré encender el vehículo con el carro en neutral y me dije esto es pan comido. Luego mi papá me dijo: “mete el cloche, ponle primera, acelera despacio y ves sacando lentamente el pie del cloche”. Demasiada información para ser el primer día pensé, y lo confirmé después de que el carro se me apagara más de veinte veces. Al fin, a las mil y quinientas el carro empezó a andar, cascabeleando eso sí, a la par que avanzaba, hasta que logré dominarlo y lo tuve completamente sedita, ahí ya me sentía Montoya; justo en ese momento me dice mi papá “mete segunda y acelera”, tan amañado que estaba con la primera que se me había olvidado por completo donde quedaba la barra de cambios, intenté adivinar varias veces llevando mi mano derecha a distintas partes donde creí haber visto la barra de cambios, y en ninguna acerté por lo que decidí bajar mi cabeza a ver donde carajos era que quedaba, no pasó ni un segundo y me tocó volver a subirla, después del grito que me pegó mi ya desesperado profesor.
Confieso que en ese momento sentí un pesimismo extremo, pues creí que nunca lo lograría, de hecho estuve a punto de claudicar en mis aspiraciones; les confieso que hasta pensé que si llegaba a tener algo de dinero contrataría mi propio chofer y así no tendría que estresarme con tanto sufrimiento. Ahí mismo, pasó por mi mente la imagen de mi hermana mayor conduciendo, ella ya tenía su licencia tramitada y no precisamente por haber aprobado el curso; y pensé que no podía ser posible que ella supiera manejar y yo no, “ni pa´el carajo me quedo yo sin aprender” me dije.
Hice otro esfuerzo sobrehumano de concentración, hasta que empezó a fluir la vena de piloto que estaba escondida, muy pero muy dentro de mí. En poco menos de quince días ya manejaba o se pudiera decir eso. Todavía recuerdo la cara de bobo y asustado que llevaba en esos días al volante (el susto ya se me quitó, algunos dicen que la cara de bobo aún persiste).
Una de las cosas que más cacao me dio, fue encontrar el punto de contacto entre el cloche y el acelerador cuando se arranca desde cero en una pendiente, obviamente sin que el carro se descolgara o se apagara. De hecho tengo una anécdota con este tema, iba subiendo por una pendiente y justo el semáforo cambió a rojo y quedé de primero y solo en la línea, cruzaba mis dedos para que no llegara ningún carro detrás de mí, pero desafortunadamente de tanto pensarlo atraje un carrito…un Mercedes-Benz último modelo, empecé a sudar más que monja con retraso, mis manos temblaban del susto, ya pensaba en entregar las llaves del Renault al dueño del Mercedes, cuando me surgió una “brillante” idea, coloqué el freno de emergencia, luces de parqueo y fingí que se me había varado el carro. Pasado cinco minutos, cuando ya no había ningún por detrás y el semáforo estaba en verde, mi carro y yo pudimos salir ilesos de tan bochornosa situación.
Llevaba un mes de haber aprendido a manejar, aunque no practicaba mucho, ya creía tener todo el conocimiento y manejo necesario para que mis papás me prestaran el carro en las noches para salir a "pantallar", darle una vueltecita a los bollitos de la cuadra y salir con los amigos. Qué errado estaba, pues mis sabios padres se negaron rotundamente a mi petición alegando que aún no estaba preparado a lo que les pregunté que ¿cuándo estaría preparado y como lo sabrían?, su respuesta fue: “tranquilo, no te preocupes, ya lo sabremos”.
Desde ese momento me regalé, me convertí en el chofer de la familia para hacer todas las diligencias y mandados de la casa, llevar a mi mamá a la Olímpica más cercana, recoger a fulano, llevar a zutano, eso sí, siempre acompañado por un adulto responsable o en su defecto por mi hermana. Además de ser chofer, encontré que podía ganar puntos con otras actividades, como lavar el carro todos los fines de semana, a punta de balde y trapo con la compañía de Joyce Lozano (mi amor platónico de ese entonces) y su emisora Oro Estéreo.
Recuerdo que en una de esas diligencias, iba manejando en compañía de mi padre por toda la calle 84 con el cruce de la carrera 46, el semáforo estaba en verde para mí, así que iba tranquilo cuando de repente se voló la escuadra un bus de Urbaplaya, lo esquivé como pude, lo perseguí durante una cuadra, cuando lo tuve al lado le saqué mi mano izquierda mostrándole el dedo medio y le recordé a su señora progenitora. Mi padre con cara de sorprendido y un poco sobresaltado me dijo: “hijo mío, que orgulloso me siento, ya sabes conducir”.
Varios años después, hice el curso de manejo para sacar mi licencia de conducir de 3ra categoría, qué distinto fue a lo que mi padre me enseñó. Sin embargo, hoy no dejo de agradecerle a mi padre por sus clases y por brindarme esa oportunidad de aprender a conducir.
Manejar un vehículo, no es solamente echarle gasolina y hundir el acelerador...manejar implica muchas otras cosas a las que no se les da importancia. Manejar es saber acelerar hasta el punto que se pueda frenar, es saber meter las velocidades máximas de acuerdo a la situación, es respetar y conocer las normas de tránsito, es tratar de prever las maniobras de los demás, es respetar al otro. Se necesitan ciertas aptitudes físicas y sicológicas para manejar, las cuales desafortunadamente no se tienen en cuenta cuando se otorga la licencia de conducir, pues creemos que pagándole a cualquier calanchín nos ahorramos el trámite de sacarla, más no de los conocimientos que se adquieren al realizar el curso en las instituciones acreditadas por el gobierno para tal fin.
Hoy día cualquier pelagatos tiene su licencia de conducción, sino que lo diga el joven conductor de la toalla.
Antonio Javier Guzmán P.
ajguz@yahoo.com