Nací y crecí en Barranquilla en el populoso barrio Paraíso en una familia de clase media convencional. Mi padre era técnico industrial en una multinacional y mi madre ama de casa. Cuando tenía aproximadamente diez años mis padres contrataron a un muchacho que vivía en un pueblito del Atlántico para ayudarnos con algunas labores en nuestra casa, su nombre era Pedro. Lo único que mi mamá nos contaba de Pedro era que su familia era muy pobre. Mi madre eventualmente le enviaba a su familia algo de comida y nuestra ropa vieja. Cuando no me quería comer la comida mi mama me decía: “¡come!, ¿acaso no sabes que hay gente como la familia de Pedro que no tiene nada?”. Entonces sentía mucha lástima por la familia de Pedro. Un domingo fuimos a visitarlo a su pueblo y su madre nos mostró unas hermosas hamacas que su familia hacia para la venta. Quedé sorprendido. Nunca pensé que alguien de su familia pudiera ser capaz de hacer algo. Lo único que sabía de ellos es que eran muy pobres y para mí era imposible verlos como algo más que eso. Su pobreza era mi única historia sobre ellos.
Hace aproximadamente tres años vivo en Medellín y desde ese entonces he vuelto a pensar en esa historia. Con las pocas personas que he llegado a entablar una amistad en esta ciudad quedan extrañados al ver a un costeño bien vestido, que hable despacio, asiduo lector, e incluso se sintieron desilusionados al saber que soy poco amante de la rumba. Pensaban que yo andaría en abarcas, bermudas, camisilla, con una cerveza en la mano y cantando vallenatos a todo pulmón. Su visión de mí como costeño, se reducía a una burla constante. Ellos solo conocían una historia acerca de la Costa; una única historia de folclor extremo en la que no era posible que los costeños se parecieran a ellos de ninguna forma.
Debo decir que antes de viajar a Medellín yo no me identificaba conscientemente como costeño. Pero estando allí, cada vez que mencionaban la costa la gente me hacía preguntas, sin importar que yo no supiera nada sobre ciudades como Riohacha por ejemplo. Sin embargo, llegué a abrazar esa nueva identidad y ahora pienso en mí mismo como costeño.
Así que después de vivir unos años en Medellín como costeño, empecé a entender la actitud de mis nuevos amigos. Si yo no hubiera crecido en Barranquilla y si todo lo que conociera de la costa fueran imágenes populares, también creería que es un lugar donde la gente está de rumba todo el año, que juegan dominó sin camisa en la puerta de la casa todos los días y que su único sueño es que el Junior quede campeón. Yo vería a la costa del mismo modo en que, cuando era niño, veía a la familia de Pedro.
Creo que esta única historia de la costa proviene de los medios de comunicación, sus noticias y novelas acerca de los costeños son un cliché en la que siempre nos muestran como personas con poca o ninguna educación, gritones, mujeriegos, flojos y alcohólicos.
Y entonces empecé a entender que mis nuevos amigos durante su vida tuvieron que ver y escuchar diferentes versiones de esta única historia.
Debo añadir que yo también soy cómplice de esta cuestión de la única historia. Hace dos años viajé de Medellín a Pereira. Al llegar a la ciudad esperaba ver mujeres en todas las esquinas desempeñando el oficio más antiguo del mundo (la prostitución) pero lo que vi fue a mujeres trabajadoras, diseñadoras, deportistas, empresarias y comunes amas de casa. Primero me sorprendí pero luego me embargó la vergüenza. Me di cuenta de que había estado tan inmerso en lo que se escucha en las calles que se había convertido en una sola cosa en mi cabeza. Había creído en una única historia sobre las pereiranas y no podía estar más avergonzado de mí.
Es así como creamos una sola historia. Mostramos a un pueblo como una sola cosa, una y otra vez, hasta que se convierte en eso. Es imposible hablar sobre la única historia sin hablar del poder. Al igual que nuestros mundos económicos y políticos las historias también se definen por el poder. Cómo se cuentan, quién las cuenta, cuándo se cuentan, cuántas historias son contadas, son temas que dependen del poder. El poder es la capacidad no solo de contar la historia del otro, sino de hacer que esa sea la historia definitiva.
Hace pocos días estaba en una reunión en Medellín y el esposo de una amiga me dijo que era una lástima que los costeños fuéramos holgazanes y mal hablados como las novelas que suelen transmitir nuestros “laureados” canales de televisión. Le dije que yo también había visto varias novelas y era una lástima que todos los paisas fueran sicarios o traquetos y sus mujeres prepagos. Obviamente estaba bastante molesto cuando lo dije, pero jamás se me habría ocurrido pensar que solo por haber visto una novela donde un personaje es un narcotraficante, de alguna forma, él era una representación de todos los paisas.
La historia única crea estereotipos y el problema con los estereotipos no es que sean falsos, sino que son incompletos. Hacen de una sola historia la única historia. Es cierto que en la costa confundimos el folclor con la irresponsabilidad y estamos llenos de problemas y limitaciones. Tenemos los más altos índices de corrupción, desorganización territorial, poca o ninguna planificación y un conformismo alguna veces aterrador. Pero hay otras historias que no son sobre dificultades y es igualmente importante hablar sobre ellas. Siempre he pensado que es imposible compenetrarse con un lugar o una persona sin entender todas las historias de ese lugar o de esa persona.
¿Qué hubiera sido si antes de mi viaje a Pereira yo hubiese indagado sobre la cultura de sus mujeres? ¿Y si mi madre nos hubiera contado que la familia de Pedro era pobre y trabajadora? ¿Y si mis amigos paisas conocieran a mis camaradas costeños que viven en Medellín y ocupan importantes cargos en empresas multinacionales? ¿Y si mis amigos paisas conocieran al vendedor de aguacates en barranquilla que no importando el abrazador sol se viste de camisa manga larga y corbata y siempre tiene una sonrisa y un canto alegre para todos los transeúntes? ¿Y si ellos conocieras a los miles de costeños que empiezan negocios y a veces fracasan, pero siguen teniendo ambiciones?
Cada vez que regreso a casa debo confrontar aquello que irrita a los barranquilleros: nuestra fallida infraestructura y nuestro fallido gobierno. Pero me encuentro con la increíble resistencia de un pueblo que prospera a pesar de su gobierno y no gracias a él.
Las historias se han usado para calumniar, y pueden quebrar la dignidad de un pueblo pero las historias también pueden humanizar y reparar esa dignidad rota. Cuando rechazamos la única historia, cuando nos damos cuenta de que nunca hay una sola historia sobre ningún lugar, tendremos lo que se podría llamar un equilibrio de historias, y que bien nos cae a todos este equilibrio.
Antonio Javier Guzmán
ajguz@yahoo.com
Basado en el testimonio de la escritora Nigeriana Chimamanda Adichie