martes, 1 de febrero de 2011

Sacando la Libreta Militar

Cursaba grado 11 (año 1989), estaba próximo a graduarme, era una etapa bastante decisiva en la vida de cualquier adolescente, no sólo tenía que presentar el estresante y agotador test del ICFES, también debía escoger que carrera estudiar, alfabetizar a un pequeño grupo de jóvenes menos favorecidos tres veces por semana y por si fuera poco debía presentarme en el ejército para definir mi situación militar.

La cita para dicho trámite la debía cumplir junto con mis compañeros de colegio en el Distrito 44 del Batallón Paraíso ubicado en el barrio del mismo nombre. Por esos días el orden público y la seguridad nacional pendían de un hilo; Pablo Escobar, el narco-terrorismo y la guerrilla hacían de las suyas y estaban en pleno apogeo, y todo aquel que entrara al ejército nacional era enviado a engrosar las primeras filas del frente de batalla, es por esto que la gran mayoría cargábamos un folder con un mamotreto de diferentes excusas y limitaciones físicas, desde el popular pie plano, pasando por varios tipos de alergias, arritmias cardiacas, miopías y hasta varicoceles.

Pero todos estos “malestares” sacados de nuestra gran imaginación y recursividad tenían que ser refrendados con un examen sicofísico que nos realizarían en el mencionado Batallón en un salón un tanto lúgubre y más caluroso que un baño sauna. Ahí estábamos mis compañeros de colegio y yo como Dios nos trajo al mundo, 80 jóvenes, 160 cabezas. Unos tratábamos de taparnos con las manos, otros posaban con una naturalidad digna de actores porno y alguno más que se negaba a quitarse sus interiores. Hasta el día de hoy no recuerdo haber visto tanto “miembro” junto y solo puede ser comparado con tener la osadía de entrar al baño en mitad de tiempo de una final del Junior en el Metropolitano.

La doctora que nos realizó el examen era del interior del país, de cara y cabello largo hermoso, bien despachada en el departamento de nutrición y dietética y más desnalgada que una tabla. En todo caso a todos, que en ese entonces teníamos las hormonas y los “arrecholitos” alborotados (creo que eso no ha cambiado), y le tirábamos a todo lo que se moviera, nos pareció que la galena estaba buenísima. Con decirles que más de uno parecía que estaba montando una carpa de circo.

El examen consistía en tomarnos la presión, el ritmo cardiaco, peso, estatura, y un chequeo general de oídos, nariz, garganta y palparnos los testículos en busca de algo anormal. Al llegar mi turno, sudaba más que caballo cochero por el calor y por el temor a una erección voluntaria o involuntaria. Traté de imaginar que la que me hacia el examen era Doña Clotilde (la bruja del 71 en el Chavo del 8) pero todo fue en vano, la doctora tenia manos de seda y un aroma a perfume costoso de flores silvestres, cuando tocó mis partes nobles ya estaba izando bandera y me apretó tan fuerte que por poco sufro de “estrangulamiento penal”, y ella (la doctora) con una sonrisa malévola y una voz sarcástica me dijo “Apto”.

Los primeros en salir del proceso fueron los “ricos” del curso, los hijos únicos y otro con una limitación física real y contundente.

Sin yo saberlo, en mi casa mis padres hacían hasta lo imposible por liberar a su consentido de cumplir ese deber patrio. Mi mamá le encendía una vela a San Judas Tadeo, abogado de los casos difíciles y desesperados. Mi papá por su parte hacia lo suyo sacando los ahorritos que tenia y pidiendo plata prestada para “comprarme” la libreta (vivimos en el país del Sagrado Corazón de Jesús y aquí todo tiene un precio).

Días después nos realizaron el segundo examen en un patio grande donde el dios Sol nos maltrataba sin contemplación. Allí un Capitán del ejército escogía a dedo diciendo “SI” a los elegidos y “NO” a los que quedaban por fuera. Mientras hacia su escogencia y antes de llegar a mi puesto rápidamente me di cuenta que escogía a los más altos y de contextura fuerte y descartaba a los corto de estatura y gorditos, yo para ese entonces era bajito y rellenito así que decidí ponerme entre los dos más altos de mi curso (imposible que escoja a los tres de seguido me dije). Efectivamente eligió a mis dos compañeros y a mí me descartó para desatar en una alegría eufórica. Al terminar de elegir, hizo un conteo rápido de los “SI” y la suma le dio 14 y dijo “necesito uno más”, repasó rápidamente su mirada en los “NO” y todos estaban con sus cabezas gachas excepto yo que no lo había escuchado y seguía saltando de la dicha, se encontró con mi mirada y me dijo: “TU”… hasta ahí llegó mi felicidad.

El último y definitivo paso era cuestión del azar. Metía mi mano en una bolsa de tela oscura donde había dos balotas, una roja que te enviaba directo a la peluquería a que te hicieran el corte militar y otra azul que te mandaba a tu casita. En ese momento recordé cuando de niño jugaba Lotería con granos de zaragoza y la buena suerte me acompañaba. Ya tenía una balota agarrada, antes de sacar la mano la solté sin saber por qué y cogí la otra, lentamente saque mi mano y al abrirla mandé un madrazo que se oyó en todo el batallón… era la roja. ¡Maldita sea!, porque no fui hijo único, pensé en ese instante.

Camino a la peluquería con lagrimas en mis ojos, abrí una puerta y ahí estaba mi papá que había conseguido los $120.000 que le costó el palancazo para sacarme.

Hoy guardo en mi billetera la libreta militar de segundo grado, bastante deteriorada por el tiempo, pero la porto con orgullo por todo lo que sufrí para obtenerla.

Aprovecho la ocasión para darles las gracias a todos los soldados de Colombia, que no le hicieron el quite como yo, y que día a día con responsabilidad, orgullo y sacrificio defienden nuestro tricolor patrio.

Antonio Javier Guzmán P.

ajguz@yahoo.com