lunes, 3 de diciembre de 2012

La Ciudad de Hierro de los Ochentas



Noviembre agonizaba, y con él la ola de calor que azotaba a Barranquilla se iba aplacando día a día para darle entrada a las brisas decembrinas que todos esperábamos con ansias.

Cursaba tercer año de bachillerato, por allá en los famosos años ochentas. Tras varios meses luchando contra el algebra de Baldor, la biología y la lectura obligada de varios libros que por entonces consideraba aburridos, pude culminar de manera mediocre, pero igual culminar, el que se dice es el grado más difícil que tiene la etapa estudiantil.

Mi merecido premio para tan magno logro no fue otro que pedirles dinero a mis padres para asistir a tal vez la única atracción que teníamos los adolescentes de esa época en nuestra ciudad: visitar la “Ciudad de Hierro”.

Ubicada en el lote que hacía las veces de parqueadero del estadio Romelio Martinez donde hoy se rige la estación principal del Transmetro, la ciudad de hierro era algo así como el Walt Disney de los que se nos hacía imposible visitar tierras gringas. Ahí, grandes y chicos podían divertirse con un sin número de atracciones mecánicas que aparte de la adrenalina que generaban por su diseño y funcionamiento tocaba rogarle a Dios y a todos los santos para que no se cayeran.

Ese fin de semana convoqué a mis amigos de barrio. Roberto, Luis, Carlos y yo conformamos el cuarteto perfecto para nuestro domingo extremo. Para tal fin me acompañaban el pequeño capital regalado por mis padres y unas cuantas monedas ahorradas con mucho sacrificio de mi mesada colegial.

Al llegar, el arenero, la brisa y la aglomeración de vendedores ambulantes te hacían sentir de inmediato en un ambiente diferente. –Son $50 por cabeza- decía la joven encargada de la taquilla, mientras yo le contestaba con una pregunta – ¿o sea que los hombres pagamos $100?- pero sin hacerle una pizca de gracia.

El ingreso se realizaba a través de un viejo torniquete de bus con la mirada vigilante de un tipo con mal aspecto que rompía en dos tu entrada y te devolvía una de las partes. Las luces, sonidos y aromas te embriagaban los sentidos y era difícil saber por cual atracción comenzar.

-Vamos de una al Tagada y salimos de eso de una buena vez- dijo muy animado Roberto pero con la voz entre cortada. El Tagada era nada más y nada menos que un platón gigante que giraba sobre su eje y a medida que ganaba velocidad se zarandeaba de tal forma que era inevitable saltar por los aires y golpearse el cuatro letras (léase culo), los brazos, la espalda y cada centímetro de tu cuerpo. Estoy seguro que cuando crearon el masoquismo, lo hicieron pensando en el Tagada.

Maltratados, magullados y cojeando por los múltiples golpes nos dirigimos al siguiente juego. Esta vez era el turno de los Carritos Chocones. La fila era eterna y tan apretada que tocaba llevar las piernas bien cerradas para evitar un embarazo no deseado. Por fin, después de casi una hora de espera llegó nuestro turno tras un chirrido espantoso que indicaba la culminación del tiempo del lote anterior. Todos salíamos raudos a buscar el carro más veloz. Por instinto mi elección siempre era el rojo, quizás para sentirme en un Ferrari último modelo. El pequeño vehículo se movía por la electricidad conducida a través de una varilla que salía de la parte trasera de éste y hacía contacto con una malla metálica la cual producía una chispa que le daba un poco más de emoción al asunto.

En los escasos tres minutos que duraba el turno todos sacamos a flote nuestros deseos reprimidos de manejar un auto de verdad poniendo cara de pilotos profesionales de la Fórmula 1. Las damas por su parte, se abandonaban a su suerte, y muchas veces se resignaban a que les dieran por delante y por detrás (me refiero al auto claro está). Nuevamente escuchamos el chirrido y a los dos segundo teníamos a alguien que nos decía –pilas, bájate que vengo yo-.

Con un poco de hambre y el efectivo que empezaba a escasear decidimos buscar algo de comer para tanquear el estómago. La oferta gastronómica era abundante, poco sana eso si, pero abundante al fin y al cabo. Papas fritas, platanitos, crispeta de coloresalgodón de azúcarchuzos de pollo color naranjaarepas con queso, guarapo y unas manzanas caramelizadas incrustadas en un palito de madera que por más apetitosas que se vieran no había persona sobre la faz de la tierra capaz de darle más de dos mordiscos por lo empalagosa que eran.

Al terminar de comer escuchamos unos gritos y caminamos hasta el lugar de donde provenían. El motivo de dichos alaridos era el famoso Huracán. La mencionada atracción constaba de cuatro vagones o naves de color dorado con capacidad de cuatro personas cada uno. Los vagones giraban a gran velocidad y subían y bajaban como en caída libre dando una sensación de vacío tal que estuve a punto de devolver (léase vomitar) los platanitos y el guarapo ingeridos minutos antes. Unos mentaban madre, otros gritaban a todo pulmón y el resto, en los cuales me incluyo, expresábamos nuestro pánico con un silencio aterrador.

Juro que bajé de ahí a punto de desmayarme, palidecía y mi presión sanguínea era la de una serpiente hibernando. Sentía que el mundo se me escapaba de las manos a tan corta edad y en mi mente maldecía por no escoger atracciones un poco menos agresivas con mi valentía y mis tripas. Estaban la Ola Marina, El Túnel del Amor, El Carrusel, el Barco Pirata, el Gusanito y otras tantas. Pero no, mis amigos y yo teníamos puesto el ojo en la siguiente atracción que sería la prueba reina de nuestro coraje. Para ello necesité de media hora acostado con las piernas arriba y tomar fuerza para la prueba final: “La Montaña Rusa”.

Hasta ese día la única rusa que había escuchado mencionar tenía que ver con mi vecina Carmen, dueña de un busto exagerado y del que todos los jóvenes queríamos gozar en serio o de pura paja. En cambio esta montaña era de hierros, rieles y vagones que se desplazaban a velocidades increíbles desafiando a veces la ley de la gravedad.

Llegado mi turno me ubiqué en la parte delantera del vehículo mientras la persona encargada me ajustaba una varilla que hacías las veces de cinturón de seguridad. Desde ese momento las manos me empezaron a sudar y cuando el carro comenzó a moverse mis latidos se incrementaban tanto que podía escucharlos. Todo empezó lentamente y recuerdo que me dije –tal vez no es tan rápido como se ve desde afuera-. ¡Craso error!, después de diez segundos de una escalada que pareció infinita bajamos como alma que lleva el diablo y a partir de ahí mantuvimos esa velocidad en curvas, ascensos y descensos. El sonido producido por el vagón con los rieles era de un traqueteo tal que te resultaba imposible no pensar –esta vaina se va a caer-. Por obra y gracia del Espíritu Santo nunca escuché de un incidente pero estoy seguro que ésta atracción como la mayoría no pasaría hoy una prueba de seguridad.

La Montaña Rusa culminaba con una frenada intempestiva y todos bajamos con las piernas como gallo montado en alambre prometiendo jamás volver a poner un pie en dicho artefacto. Abajo, los más vivarachos se hacían su agosto recogiendo monedas, llaves y otros objetos caídos durante la maratónica prueba.

Con la luna de Barranquilla en todo su esplendor, ni un peso en el bolsillo y varias lombrices muertas nos regresamos a casa caminando felices por haber pasado una noche llena de sensaciones extremas. Las promesas realizadas minutos antes las romperíamos al año siguiente en el mismo mes y por el mismo canal cuando nuevamente hiciera su entrada triunfal a Barranquilla la tan esperada “Ciudad de Hierro”.

Antonio Javier Guzmán P.
ajguz@yahoo.com
Otros artículos del autor: http://anecdotascaribes.blogspot.com/