-Antonio, te invito este viernes a una cata- me dijo mi encopetada amiga Lizbeth.
-¿Dónde Cata?, no, si Catalina no me habla hace como tres meses después que la dejé plantada por quedarme viendo un partido de fútbol- le contesté.
Luego de explicarme el significado de una cata de vinos donde podríamos degustar y aprender un poco acerca de la cultura de la vid acepté dicha invitación un poco apenado por mi garrafal confusión.
La cita era en un pequeño pero acogedor restaurante que ha tomado fuerza y popularidad gracias a su deliciosa comida internacional y a su excelente servicio. El sitio estaba lleno de gente “dedo parado”, de esas que miran con una ceja levantada por encima del hombro y se creen los reyes del universo.
El sumiller (del francés sommelier) a cargo de la cata era un tipo alto, delgado y refinado, vestido de negro de pies a cabeza y su aspecto físico era una mezcla entre Jacques Cousteau y el profesor Yarumo. Nos dio la bienvenida e hizo la presentación del vino que degustaríamos, un vino tinto chileno de la cepa Carménère cosecha 2.002, con dos años de barrica. El término “barrica” solo lo relacionaba con la vivienda del “chavo del ocho” y hasta ese momento el único vino que conocía era el de cajita de $8.000 que compraba en Carulla los viernes con el 25% de descuento.
En cambio dicho vino costaba la no despreciable suma de $75.000, nos decía el sumiller, mientras yo hacía unos cálculos en mi cabeza: “¿$75.000?, eso equivale como a tres canastas de frías o tres litros de aguardiente”.
Mientras nos hacían la descripción del vino, los meseros hicieron el descorche de varias botellas con una facilidad abismal y se dispusieron a servirnos en nuestras finas copas de cristal. Al ver a mi mesero encargado servirme solo un tercio de la copa, le dije “échele más mijo, sin miedo que usted no fue el que la pagó”. En ese instante el sumiller nos decía que primero se servía poca cantidad para hacer la evaluación del vino en sus tres fases.
Apenas el encargado empezaba a pronunciar la frase “no se lo vayan a tomar todavía”, cuando yo ya había hecho fondo blanco con mi copa, por lo que me tocó llamar al mesero para que me sirviera otro trago, no sin antes picarle el ojo y de manera disimulada darle un billete de $5.000 y decirle “si me atiendes bien, te doy otro igual cuando me vaya”. El tipo lo agarró de inmediato y asintió con un gesto de complicidad.
-Bueno señores, agarren sus copas- nos invitó el sumiller. De inmediato tomé su invitación con doble sentido y pensé “huy, ¿cómo así?, la vaina se puso buena”.
-Bueno señores, empecemos con la parte visual- agregó nuestro anfitrión. Pero esa tarea ya la había hecho tan pronto llegué al restaurante, donde pude hacer un reconocimiento del terreno. Frente a mí estaba sentada una espectacular mona, peliteñida por supuesto, con una minifalda que dejaba ver hasta su segundo apellido. A mi derecha se encontraba una cuarto bate, como de metro ochenta de estatura, y ya lo dice el dicho “caballo grande, ande o no ande”. Diagonal a mí estaba una catana bien mantenida y con todos sus papeles en regla. Pero rápidamente comprendí que la parte visual se refería al vino.
-Muevan sus copas en forma circular y luego vean las piernas, ¿alguien puede decirme cómo son?- preguntó el sumiller.
Mi amiga Lizbeth movía su copa con mucha gracia y agilidad, yo torpemente oscilaba la mía mientras veía a través del cristal a la dueña de la culifalda que me hacía un “cambio de luces” cruzando sus piernas a lo Sharon Stone en la película Bajos Instintos y pensando en voz alta respondí: “son unas piernas largas, torneadas, bronceadas y apetitosas”
-Interesante y nutrida respuesta- me replicó el experto en vinos que me hacía ojitos y el “maricometro” empezaba a marcar positivo.
Completada la primera fase, nos invitaron a seguir con la fase olfativa, así que cubriéndome la nariz con una mano disimuladamente olí mis axilas para comprobar que no se me hubieran muerto los enanos. Afortunadamente, el desodorante de cojín que compré en la tienda aún ejercía sus funciones a cabalidad. Posteriormente advertí que nuevamente se referían al vino.
-Aquí podremos percibir los aromas primarios, secundarios y terciarios- decía el encargado de manera muy sofisticada y me preguntó “Dígame señor, ¿qué aromas percibe?”. Al igual que todos, introduje mi nariz en la copa e inhalé tan fuerte como pude y mi escueta respuesta fue: “me huele a vino”. La “caballona” decía que podía sentir frutos rojos como la mora, cerezas y frambuesas. Mi amiga Lizbeth explicaba que percibía cierto toque de madera y algo de pimienta y a mí por más que forzaba mi sentido del olfato me seguía oliendo solo a vino. Pero como buen chicanero que soy recité de memoria lo que había leído unas horas antes en un artículo de la revista Avianca sin que nadie me diera la palabra: “tiene un aroma intenso, complejo y fino, donde predominan los frutos secos del bosque mojados por el rocío”, eso si, no tenía la más remota idea de lo que acababa de pronunciar.
-Bueno señores, pasemos a la tercera y última fase, la gustativa- dijo el Jacques Cousteau criollo y haciendo sonar su copa con el vecino agregó: “¡Salud!” a lo que contesté de manera involuntaria: “brindo por ellas, aunque mal paguen” haciendo reír a todos los presentes.
Ya me disponía nuevamente a hacer fondo blanco, cuando el sumiller notó mis intenciones y me abrió los ojos como para echarle gotas, diciendo que tomáramos solo un pequeño sorbo moviéndolo de un lado a otro de la boca con la lengua como haciendo gárgaras. Tanto que me jodió la vida mi mamá por hacer eso en la mesa y ahora resulta que el acto tiene clase.
Antes de tragar, debíamos tomar aire por la boca y devolverlo por la nariz, maniobra bastante compleja para un principiante como yo; además del aire se me salió un poco de vino por mis fosas nasales para la vergüenza de mi amiga Lizbeth que ya se había corrido dos puestos y me daba la espalda fingiendo desconocerme.
El sumiller nos explicaba que el vino era redondo. “Un vino redondo es aquel que logra un equilibrio entre los cuatro sabores básicos: dulce, salado, ácido y amargo” agregó. Pero a mí solo me supo a vino y lo único redondo que podía apreciar era el derrier de la peli teñida.
-Cuál sería el maridaje perfecto para este vino- preguntó la catana.
-¿Maridaje?, ¿de qué demonios hablan?- pensé, y con el valor que me habían dado las cuatro copas servidas por el motivado y voluntarioso mesero, estando 3/15 sin cobardía pregunté: “oiga profe, ¿qué es esa vaina de maridaje?”.
El tipo quiso pretender que no le causó gracia mi pregunta, pero el resto de los comensales cuchicheaban y me señalaban como a un bicho raro. -“No soy profesor, soy sumiller, pero tú me puedes llamar Patricio a secas. Con respecto a tu pregunta, el maridaje es la combinación perfecta entre la comida y el licor, en este caso el vino”- me contestó gentilmente.
-O sea, Patri, que es algo así como casar una arepa de huevo con una pony malta, o un perro caliente con una Coca-Cola.
-Si, más o menos, pero recuerda que dicho matrimonio es con los licores-
-Ah, ok, entonces sería unas butifarras soledeñas con una costeñita, por ejemplo- agregué.
-Exacto- exclamó el tipo con tono desesperado.
Mientras repartían una tabla de quesos y yo me aprovisionaba en una servilleta de las diferentes viandas (jamones, fresas, aceitunas, pan y diferentes tipos de queso) comenzó la sección de preguntas que fue monopolizada por este humilde y entonado servidor que se desparramó en una lluvia de interrogantes de todo tipo, al tiempo que remojaba el pan francés en mi copa de vino:
-Viejo Patri, venga acá, ¿cuántas botellas de vino necesito para meterme una pea bien inmunda?-, -Yo tengo en mi casa media botella de vino blanco y media de tinto que me sobró de las navidades, si las mezclo ¿puedo obtener una botella de vino rosado?-, -¿con qué cepa queda una longaniza con oreja de puerco y papitas criollas?-, -¿al momento de abrir la botella es necesario servirle el primer trago a las ánimas?-, -¿el vino siempre se toma seco o también puede ser en las rocas?-
Una a una fueron aclaradas todas mis dudas y con eso se dio por finalizada la cata. Al salir me encontré con mi amiga y le dije “Vieja Liz, súper bacana la cata, ¿cuándo me invitas a otra?”
-Tranquilo, yo te llamo- me respondió con tono algo despectivo.
Eso fue hace seis meses y desde ese día no he sabido nada más de ella.
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