jueves, 10 de marzo de 2011

Mi primer día en la U


Año de 1990. 5 am.

Suena la alarma de mi despertador digital en forma de bola de beisbol, como puedo estiro mi brazo y la apago de un manotazo para seguir durmiendo otros quince minutos pero al rato entra mi señora madre y me grita: “¿aja, y tú qué piensas de la vida?, no ves que hoy es tu primer día en la U y tienes clase a las 6:30 am, si no te levantas de inmediato te echo un vaso de agua helada en la cara”. Ipso facto le hago caso, así por las buenas quién no.

Con mis ojos llenos de lagañas  me levanto, me estiro, me rasco una bola (no la del reloj) y me dirijo al baño a darme un duchazo que me quite la pereza. Al salir me visto con la ropa que de manera muy meticulosa escogí desde el día anterior. Tras doce años en el colegio luciendo un horroroso uniforme con zapatos de charol, camisa por dentro, pañuelo en un bolsillo y peinilla en el otro, este era el momento esperado para elegir mi ropa a placer sin ningún tipo de restricción. La indumentaria elegida fue un jean con desgaste “froasted”, zapatos zodiac de tres colores sin medias y camiseta tipo polo por fuera. Los utensilios que me acompañaron fueron, una libreta cinco materias argollada marca Scribe con un carro Ferrari de portada y olor a vainilla con fresa en cada una de sus páginas, un portaminas 0.5 de Faber Castell y medio borrador de nata marca Pelikan.

Al salir de mi habitación, tomé el desayuno que gentilmente me había preparado mi madre, café con leche hirviendo y bollo de mazorca con queso. Luego de cepillarme los dientes como es debido salí corriendo a tomar el bus a una cuadra de mi casa, trayecto en el cual me sentía orgulloso de ser un universitario a tan corta edad (16), mientras saludaba a las vecinas que regaban sus plantas en y barrían sus terrazas en bata y con rulos puestos. En los bolsillos llevaba el dinero que me habían dado mis padres para los pasajes, algo mas para la merienda y otra pequeña cantidad por si necesitaba sacar fotocopias, este último rubro sería la excusa perfecta durante los siguientes seis años para sacarles plata a mis papás.

El bus iba lleno de otros universitarios con reglas T más grande que yo, obreros rumbo a su sitio de trabajo y secretarias que aprovechaban el camino para terminar de maquillarse y acicalarse. La fusión de aromas que se percibían iba desde el peculiar Menticol, pasando por el inigualable Yodora hasta llegar a la frescura de los aromas de Victoria´s Secret.

Al llegar a mi destino, saqué de mi bolsillo trasero la billetera sintética con cierre de velcro para buscar el volante de pago del semestre para poder ingresar a la U, ya que todavía no tenía el carnet que me acreditara como estudiante de dicho plantel educativo.

Arribé quince minutos antes de mi primera clase y de inmediato empecé la titánica labor de encontrar el aula de clase asignada, la “21B”, caminando como perro en misa deambulaba por cada rincón pero sin preguntarle a nadie con tal de no ser descubierto como primíparo. Pasados diez minutos por fin pude hallar el salón y como todavía faltaban cinco para dar inicio a la clase me quedé a unos cuantos metros embelesado observando el desfile de mujeres en shorts y jeans ajustadísimos, hasta que volví a ver la hora y ya eran las 6:45 am y sorprendido me dije “ay juemadre ya debió empezar la clase y no escuche el timbre ni la campana”. Me asomé al salón y ya estaban todos, incluido el profesor que ubicado en el tablero daba las instrucciones de su asignatura “Introducción a la vida Universitaria” y cuando me vio entrar le dijo a todo el grupo de estudiantes señalándome a mi “por ejemplo, esto es algo que nunca más deben hacer, ¿cuál es tu nombre?”. Yo le respondí mirándolo desconcertado sin saber de qué hablaba y todos mis compañeros se doblaban de la risa.

El profesor era el decano de ingeniería industrial, un tipo elegante, vestido con ropa a la medida, cabello engominado, reloj con pulso de oro y zapatos relucientes. Yo lo miraba con admiración e imaginaba la nave que debía tener estacionada en los parqueaderos y me decía a mi mismo en tono optimista: “así luciré yo dentro de unos años”.

El salón era amplio, dotado de sillas plásticas con brazo y tableros acrílicos para escribir con marcadores borrables. En dicha clase nos explicaban el método de evaluación de las asignaturas, ya no se llamarían exámenes como en el colegio sino parciales y ya no se calificaría sobre 10 sino sobre 5, esto último me motivó bastante ya que el 5 había sido mi nota predominante durante todo el bachillerato.

También hubo tiempo para la presentación de cada uno de los alumnos con nombre, apellido, colegio del que veníamos y puntaje en el ICFES, en fin, información que hoy en día no sirve para nada. Junto a mi estaba sentada una trigueña con un par de musculosas piernas, larga cabellera que le llegaba hasta donde la espalda pierde su nombre, vellos monos en los brazos que contrastaban con sus gruesas cejas negras que denotaban su ascendencia árabe y de mirada triste y melancólica. Su nombre de pila no lo recuerdo, pero su apellido aún suena como un estallido en mi cabeza de solo recordar su belleza (¡Boom!). Yo me enamoré de inmediato, pero hasta el sol de hoy aun ella no sabe que existo. Cuando el profesor dio por terminada la clase me di cuenta que jamás volvería a escuchar el timbre o la campana que me indicara el inicio o final de cada clase.

Al salir del aula debía esperar dos horas para mi siguiente clase, tiempo de sobra para conocer cada rincón del plantel y encontrarme con amigos para hablar acerca de las experiencias vividas hasta el momento. Recorrí todos los bloques, la cafetería, los parqueaderos, las zonas verdes y hasta la enfermería pero no hallaba una cara familiar, hasta que por fin encontré a un vecino tres años mayor que yo, cuando lo vi mi cara se iluminó y aunque no recordaba su nombre lo fui a saludar como quien se reencuentra con su amigo de toda la vida. Este, extrañado y con cara de maldad en su rostro, se alejó de mi gritándome a todo pulmón “buena primiparo, primiparo” y el resto de la universidad lo siguió en un coro de ofensas e improperios que han dejado profundas cicatrices en mi alma. Cuando se cansaron de la burla y sus galillos ya no daban para seguir gritándome se me acercó un ex compañero del colegio que se había graduado conmigo y me dijo “uy Guzmán que pena tan hijuemadre”. Le dije que me llamara por mi nombre y no por mi apellido, ya atrás habíamos dejado el régimen militar.

Me fui a la cafetería con mi amigo y ahí continuó la burla para todo aquel que se levantara y cumpliera con el perfil del recién ingresado a la U: adolescente con bigote ni paredilla llena de goleros, cara de despistado, una libreta bajo el brazo y rebosante de inseguridad. Cualidades que me describían de pies a cabeza, así que esperé a que todo el mundo se fuera para poder levantarme a comprar una gaseosa de dispensador lleno de abejas con un pastelito hawaiano y comérmelo sin ganas porque el estrés me había espantado el apetito. Mientras tanto muchos jugaban dominó azotando las fichas contra la mesa con una furia desmesurada y los más sesudos quemaban neuronas tratando de dar un jaque mate en el juego ciencia (ajedrez).

Mi próxima clase era Calculo 1 con el más temible profesor de toda la universidad al que apodaban “la cuchilla” porque no dejaba títere con cabeza. Con una seriedad casi de ultratumba entro al salón, escribió su nombre en el tablero y de inmediato empezó a dictar su clase. De manera metódica nos explicaba la derivada de una función pero yo todo lo veía en chino pensando en las piernas de mi compañera y aun ardido por la vergüenza que me hizo pasar mi vecino. Estaba de cuerpo presente en salón de clase pero con mi mente pensando en la inmortalidad del cangrejo, cuando de pronto vi a mi vecino tocar la puerta, al notar su presencia sentí un gran deseo de molerlo a puños pero recordé su tamaño y quise evitar que me diera un sancocho de nudos, de repente dijo: “disculpe profesor, ¿aquí se encuentra el estudiante Antonio Guzmán?”, de inmediato salté de mi silla pensando que venía a disculparse pero yo lo haría rogar pidiéndome perdón, así que muy parco acercándomele le respondí: “si, ¿qué necesitas?”, cuando lo veo sacar de una bolsa negra una lonchera con la imagen de los Súper Amigos y me dice “aquí te mandó tu mamá la lonchera que dejaste olvidada en la casa”. Todo el curso estalló en risas incluido el profesor que hasta ese momento no se había dejado ver los dientes. Yo estaba rojo como un tomate y deseaba que la tierra me tragara y si mis ojos hubieran sido un arma de fuego, mi vecino estuviera tendido en el piso emanando sangre a borbotones. Pensar que hacía unos pocos meses era el “chacho” del colegio y ahora me había convertido en el hazme reír de toda la Universidad.

Confieso que estuve a punto de salir corriendo, dejar mis estudios y tal vez dedicarme a hippie y vagar por las calles de Barranquilla en el completo anonimato, pero saqué fuerzas de donde no las tenía y asistí a las otras dos clases que me faltaban con mi orgullo magullado y hecho trizas.

Cuando terminó mi última clase del día me fui directo a la salida a tomar el bus que me llevara a la seguridad y confort de mi dulce hogar, allí me topé con mi compañera de clase, mi amor platónico, pasó por mi lado y me azotó con el látigo de la indiferencia mientras subía en su flamante Mercedes Benz convertible del año que conducía un chofer con uniforme y gorra azul. En la parada de buses me encontré nuevamente con mi vecino, Francisco pude recordar que ese era su nombre después de mentarle mil veces su señora madre en mi mente, al verme me dijo muy campante y sin un ápice de vergüenza “ ey, préstame $100 para el bus y te los pago mañana”, quise decirle que tenia embrión de avestruz (léase “mandas huevo”) pero en vez de eso saqué un billete de $2.000 y sin importar que el resto de la semana me quedaría sin un mísero peso en el bolsillo le dije de la manera más humillante que pude “toma, y quédate con el cambio”.

El bus iba atiborrado de gente y me tocó ir de pie todo el trayecto sintiendo el hedor a sudor rancio fruto de un exigente día de trabajo. Para mi sorpresa y decepción, sentado en un rincon se encontraba el ya no tan elegante decano que se confundía entre la multitud como cualquier simple cristiano.

Con un balance negativo sobreviví a mi primer día como universitario, pero lo más importante de todo es que estaba aprendiendo lo que ningún centro educativo me enseñaría, ese bagaje y conocimiento que solo me podía brindar la Universidad de la Vida, donde años más tarde me graduaría con honores.

Antonio Javier Guzmán P.
ajguz@yahoo.com