Ese 25 de diciembre no iba a ser como los demás, ya atrás había
quedado pedirle al niño Dios balones de futbol, robots, carritos o
pistas de carreras, ese año mi único pedido fue lo que me estuvo
trasnochando durante meses después de que vi a una linda vecinita rodar
en ella. Era la mayor ilusión de todos por mi cuadra y no hacíamos otra
cosa que hablar de ella.
Durante todo el año me porté bien con mis padres, saqué buenas
calificaciones en el colegio, hice un esfuerzo sobrehumano por no pelear
con mi hermana y hacia cuanto mandado me pedían sólo con el fin de
ganar puntos con el niño Dios y así merecerme tan anhelado regalo.
El 24 me acosté bien temprano y con una ansiedad digna de un
alcohólico en plena recuperación me fui a la cama. Esa noche me propuse
descubrir quién era el niño Dios así que traté de mantenerme despierto,
dejé mi puerta entre abierta y quité todo lo que estorbaba para que
cuando entrara no se tropezara. Pasé todo la noche en vela y el niño
Dios no aparecía, tampoco Papá Noel, San Nicolás ni mucho menos los
duendes. Finalmente, ya casi amaneciendo el cansancio me venció por unos
instantes en los que cabeceé y al volver a abrir mis ojos ahí estaba el
fruto de todo mi esfuerzo en ese año, mi amor platónico hecho realidad,
el mayor anhelo que infante alguno en esa época pudiera tener: manejar
una Monareta.
En esos tiempos esa bicicleta era catalogada como de mujer ya que su
diseño femenino saltaba a primera vista: la barra del marco era
inclinada para facilitar que ellas pudieran usarla sin riesgo alguno,
guardacadenas brillante, una silla como de 30 cm de largo la cual era
ancha en un extremo y mas angosta en el otro, espaldar de tubo
niquelado, manubrios en “V” con forma de cachos de alce con espejitos
retrovisores, algunas traían canastillas en la parte delantera y en las
agarraderas sobresalían unas cintillas multicolores que colgaban como 15
cm.
Dicho diseño no era impedimento para que este macho en potencia la
usara y por el contrario hizo que se fuera doblegando mi espíritu
machista.
A partir de ahí esta bicicleta pasó a ser mi mayor pertenencia, mi
medio de transporte para hacer los mandados de la casa, mi compañera
fiel, mi mejor amiga (y la única por cierto) y casi como mi hermana. La
cuidaba más que mi propia integridad y cuando me caía de ella no
importaban mis raspones, que me dejaron cicatrices que aún conservo,
siempre y cuando ella estuviera intacta.
Aprendí a manejarla sin una mano, luego sin las dos manos y también
sin dientes. Los que tenían patines se podían sostener del tubo del
espaldar y yo los paseaba uno por uno, los que no tenían patines ni
bicicleta hacían fila para que yo se las prestara pero con la condición
de que no salieran de la cuadra, el que tuviera la osadía de hacerlo era
penalizado con la prohibición de manejarla por una semana. Era de todos
y de nadie, todos la apreciábamos como a una novia, sin quererlo se
hizo la reina de la cuadra y las niñas se sintieron desplazadas.
Fácilmente la convertía en moto poniéndole un vaso de plástico
desechable entre la llanta y el guarda barro y hacia un ruido
ensordecedor, entre mayor era el ruido mayor orgullo sentía por mi
bicicleta.
No tenía que llevarla a revisión de 10.000 km, ni cambiarle aceite,
pagar SOAT, revisión tecno mecánica ni mucho menos sacarle el RUNT. La
lavaba yo mismo y eso para mí era un placer, solo era necesario tener
una bomba para echarle aire de vez en cuando a las llantas y una llave
“hombre solo” era suficiente para ajustarle cualquier tuerca y si eso no
bastaba en el taller de garaje de la esquina te la arreglaban a un
precio irrisorio.
Pasados unos años entró una moda que te impedía llamarla por su
nombre completo y teníamos que decirle “Monare” o “Monareway” porque de
lo contrario si decíamos “Monareta” nos mandaban a buscar un burro que
nos hiciera el amor. Yo creo que esa fue una de las razones que hizo que
la bicicleta poco a poco fuera desapareciendo pero ya había dejado una
huella imborrable en cada una de las personas que tuvimos el placer de
manejarla.
Los regalos que piden los de niños Dios de hoy en día son Nintendos,
X-box y Play Station, sería inverosímil imaginarse cambiarle unos de
estos artefactos por una Monareta a uno de esos niños pero yo aún
recuerdo esa navidad como una de las mejores de mi infancia y todavía le
doy gracias al niño Dios por haberme concedido tan excelente regalo.
Antonio Javier Guzmán P.
ajguz@yahoo.com