Hacía un bonito día como la mayoría de
días en la ciudad de Barranquilla, el sol brillaba con todo su esplendor
a punto de empezar a hacer un calor sofocante. Acercándose las 12:30
pm, me disponía a partir de mi trabajo cuando de repente el cielo se
puso gris cual viernes Santo, todo oscureció y de inmediato cayeron las
primeras gruesas gotas de agua que vaticinaban el aguacero que se venía.
Me devolví a mi puesto de trabajo a buscar el paraguas de $5.000
comprado días atrás en San Andresito para protegerme del agua, pero al
abrirlo se desarmó en mil pedazos por lo que tuve que correr para
recoger mi flamante carro, un fiel Twingo modelo 99 que me acompaña a
todos lados, en el lavadero de carros que queda al frente de mi oficina.
Cual equilibrista de circo y pagando $500, atravesé el puente
improvisado de madera que me llevaría al otro lado de la cuadra, con
grandes zancadas y encogiendo los hombros, como si de esta forma me
lograra mojar menos, llegué hasta la puerta de mi vehículo pero justo en
ese momento el control de la alarma no funcionó (recordé las repetidas
veces que mi esposa me ha dicho que lo lleve a reparar y yo lo vivo
posponiendo). Cuando ya el sudor se confundía con el agua lluvia que
caía a cántaros de mi frente y tras muchos intentos fallidos finalmente
abrió la puerta.
Ya frente al volante pensé “debo irme a toda m…” (marcha) antes de que me cojan los arroyos”, en mi casa me esperaban mi mujer y un caliente almuerzo de 220 voltios. A medida que avanzaba el tráfico se hacía insoportable, mi tanque de gasolina estaba en la “E” de “échame” andando prácticamente con el olor de la gasolina por lo que no me podía dar el lujo de encender el aire acondicionado. Fruto de la fuerte lluvia y del vidrio panorámico empañado no podía ver a más de 50 cm de distancia. El limpia parabrisas delantero funcionaba a medias dejando grandes marcas en todo su trayecto y el trasero me lo habían robado en el centro, en el mochito que me dejaron le tenía amarrada una bayeta roja. Como podía con una mano llevaba el timón y con la otra trataba de limpiar el vidrio.
A solo dos cuadras de mi oficina aproveché un momento en que la lluvia disminuyó para bajar la ventanilla y poder respirar mejor y desempañar el vidrio, pero justo en ese momento me sobrepasó un mal nacido en una camioneta 4Runner y me mojó hasta los pensamientos. Traté de alcanzarlo para descargar toda mi ira y mandarle saludos a su señora madre pero sus 3.000 caballos de fuerza galoparon más rápido que los cinco ponis y dos burros que tiene de fuerza mi modesto Twingo.
Con la moral por el piso y con un hambre que se tornaba voraz no me quedaba otra que llegar a mi hogar a comer, ponerme ropa limpia y seca y echarme un sueñito reparador. Sin embargo ese día el destino estaba ensañado conmigo, en el cruce de la calle 76 con carrera 51 la hilera de carros se movía a paso de tortuga al tiempo que los vehículos sonaban sus bocinas al unísono. Yo me uní a la causa y pitaba sin saber cuál era el motivo del lento flujo vehicular. Al quedar de primero en el cruce me di cuenta que un fuerte arroyo era el causante de todo. Los carros de atrás seguían pitando de forma desesperante y me aturdían gritando “¡dale a esa m…!” (máquina) para que me metiera al arroyo, pero el poco sentido común que poseo me decía que mi pichirilo no sobreviviría a la magnitud de las aguas. Como pude me hice a un lado para que otro valiente se lanzara al río. Poco a poco iban pasando buses, camionetas y camiones cual Johnson atravesando el río, la lluvia nuevamente cedió y el nivel del arroyo disminuyó notablemente, pero mi temor persistía y no tomaba la decisión de seguir mi camino hasta que vi un pequeño taxi “zapatico” y me dije “si este pasa, paso yo”.
Y así fue, el taxista haciendo uso de su experiencia de mil batallas se metió al arroyo desde el carril contrario para ir a favor de la corriente y girar paulatinamente llegando fácil a su destino final que era la otra acera de la avenida. “Listo, ahora vengo yo, esto es pan comido” me dije tomando fuerzas. Hice exactamente lo que hizo el taxista pero a mitad de camino el carro empezó a cascabelear mientras la gente en la calle me gritaba “échale guineo”. Los nervios se apoderaron de mí e intenté dar marcha atrás y claudicar en mis aspiraciones de cruzar la bendita calle. ¡Craso error!, de inmediato el carro se apagó, la lluvia nuevamente empezó a arreciar y el arroyo crecía a pasos agigantados. Mi Twingo y yo empezamos a ser arrastrados por la gran corriente de agua y pensé “este es el fin, adiós mundo cruel. Pasaré a mejor vida sin saber quien ganó en Yo me Llamo, sin ver clasificar a la selección Colombia, sin pagarle al cachaco de la tienda, bueno por fin mi nombre saldrá en los titulares de El Heraldo”.
Algunos peatones al percatarse del acontecimiento me gritaban “tírate, tírate”, otros por el contrario me decían “no te tires, no te tires” mientras mi celular no paraba de sonar haciendo más confuso y difícil un episodio que ya contenía una buena dosis de adrenalina. Bajé el vidrio y tuve intenciones de lanzarme pero la orilla estaba lejos y temía dejar mi carro a la deriva pensando que aún no lo había terminado de pagar. Mientras, a mi lado flotaban bolsas de basura, muebles viejos y cantidad de objetos que al pasar parecían decirme “te esperamos en Puerto Mocho”. Me aferré al volante, recé un Padre Nuestro, el carro seguía flotando río abajo, o más bien arroyo abajo cuando de repente sentí que se detuvo. Varios hombres sin camisa y descalzos habían amarrado una cuerda gruesa y resistente a dos postes que hacían las veces de soporte. El carro se empezó a inundar de agua y de cuanta porquería tira la gente a los arroyos. Cada cosa que golpeaba mi carro lo recibía como un gancho al mentón y me prometí que si salía de esa no volvería a cometer pecado alguno.
Al final y como siempre, las aguas cedieron, mi carro fue arrastrado a la orilla y pude bajarme sano y salvo. Abracé a los dos héroes anónimos y les dije “mil gracias, no tengo como pagarles”. Ellos, al verme me respondieron “bueno, la verdad es que si tiene, con el reloj que lleva puesto y un billete de los moraditos estaría bien”. Sin remordimiento alguno me desabroché mi imitación de Rolex y se los di junto con todo lo que me acompañaba en mi billetera, dos billetes empapados de diez mil y uno de dos mil pesos.
Al llegar a mi casa, mi esposa me recibió con cara de pocos amigos vociferando “¿tu dónde carajos estabas?, te llamé un millón de veces, ahí está tu comida fría, si quieres caliéntala tu mismo”. En cualquier otra ocasión me hubiera centrado en una fuerte disputa pero ese día sólo me abalancé hacia ella, la abracé, rompí en llanto diciéndole “mija, volví a nacer” y le conté todo lo sucedido obteniendo un poco de consuelo de su parte y por supuesto un fuerte regaño por mi irresponsabilidad y el compromiso de no volver a hacerlo.
Mi carro, en cambio, no corrió con mejor suerte y tuvo que ser trasladado en grúa hasta un taller cercano. El motor, la latonería y la tapicería completamente dañados. Intenté pasárselo al seguro para darlo por pérdida total, a lo que respondieron que mi póliza tenía una cláusula que excluía esa clase de siniestros. ¡Maldita sea la letra menuda! Ahora mi carro reposa en el taller esperando que su dueño consiga lo del arreglo para poderlo sacar.
La lección está aprendida, la próxima vez que me coja la lluvia en el carro dejaré la prisa, me estacionaré en un lugar seguro, pondré buena música y esperaré a que bajen los arroyos para seguir mi camino. Y usted amigo lector debería hacer lo mismo en vez de seguir pitándole al de enfrente.
Ya frente al volante pensé “debo irme a toda m…” (marcha) antes de que me cojan los arroyos”, en mi casa me esperaban mi mujer y un caliente almuerzo de 220 voltios. A medida que avanzaba el tráfico se hacía insoportable, mi tanque de gasolina estaba en la “E” de “échame” andando prácticamente con el olor de la gasolina por lo que no me podía dar el lujo de encender el aire acondicionado. Fruto de la fuerte lluvia y del vidrio panorámico empañado no podía ver a más de 50 cm de distancia. El limpia parabrisas delantero funcionaba a medias dejando grandes marcas en todo su trayecto y el trasero me lo habían robado en el centro, en el mochito que me dejaron le tenía amarrada una bayeta roja. Como podía con una mano llevaba el timón y con la otra trataba de limpiar el vidrio.
A solo dos cuadras de mi oficina aproveché un momento en que la lluvia disminuyó para bajar la ventanilla y poder respirar mejor y desempañar el vidrio, pero justo en ese momento me sobrepasó un mal nacido en una camioneta 4Runner y me mojó hasta los pensamientos. Traté de alcanzarlo para descargar toda mi ira y mandarle saludos a su señora madre pero sus 3.000 caballos de fuerza galoparon más rápido que los cinco ponis y dos burros que tiene de fuerza mi modesto Twingo.
Con la moral por el piso y con un hambre que se tornaba voraz no me quedaba otra que llegar a mi hogar a comer, ponerme ropa limpia y seca y echarme un sueñito reparador. Sin embargo ese día el destino estaba ensañado conmigo, en el cruce de la calle 76 con carrera 51 la hilera de carros se movía a paso de tortuga al tiempo que los vehículos sonaban sus bocinas al unísono. Yo me uní a la causa y pitaba sin saber cuál era el motivo del lento flujo vehicular. Al quedar de primero en el cruce me di cuenta que un fuerte arroyo era el causante de todo. Los carros de atrás seguían pitando de forma desesperante y me aturdían gritando “¡dale a esa m…!” (máquina) para que me metiera al arroyo, pero el poco sentido común que poseo me decía que mi pichirilo no sobreviviría a la magnitud de las aguas. Como pude me hice a un lado para que otro valiente se lanzara al río. Poco a poco iban pasando buses, camionetas y camiones cual Johnson atravesando el río, la lluvia nuevamente cedió y el nivel del arroyo disminuyó notablemente, pero mi temor persistía y no tomaba la decisión de seguir mi camino hasta que vi un pequeño taxi “zapatico” y me dije “si este pasa, paso yo”.
Y así fue, el taxista haciendo uso de su experiencia de mil batallas se metió al arroyo desde el carril contrario para ir a favor de la corriente y girar paulatinamente llegando fácil a su destino final que era la otra acera de la avenida. “Listo, ahora vengo yo, esto es pan comido” me dije tomando fuerzas. Hice exactamente lo que hizo el taxista pero a mitad de camino el carro empezó a cascabelear mientras la gente en la calle me gritaba “échale guineo”. Los nervios se apoderaron de mí e intenté dar marcha atrás y claudicar en mis aspiraciones de cruzar la bendita calle. ¡Craso error!, de inmediato el carro se apagó, la lluvia nuevamente empezó a arreciar y el arroyo crecía a pasos agigantados. Mi Twingo y yo empezamos a ser arrastrados por la gran corriente de agua y pensé “este es el fin, adiós mundo cruel. Pasaré a mejor vida sin saber quien ganó en Yo me Llamo, sin ver clasificar a la selección Colombia, sin pagarle al cachaco de la tienda, bueno por fin mi nombre saldrá en los titulares de El Heraldo”.
Algunos peatones al percatarse del acontecimiento me gritaban “tírate, tírate”, otros por el contrario me decían “no te tires, no te tires” mientras mi celular no paraba de sonar haciendo más confuso y difícil un episodio que ya contenía una buena dosis de adrenalina. Bajé el vidrio y tuve intenciones de lanzarme pero la orilla estaba lejos y temía dejar mi carro a la deriva pensando que aún no lo había terminado de pagar. Mientras, a mi lado flotaban bolsas de basura, muebles viejos y cantidad de objetos que al pasar parecían decirme “te esperamos en Puerto Mocho”. Me aferré al volante, recé un Padre Nuestro, el carro seguía flotando río abajo, o más bien arroyo abajo cuando de repente sentí que se detuvo. Varios hombres sin camisa y descalzos habían amarrado una cuerda gruesa y resistente a dos postes que hacían las veces de soporte. El carro se empezó a inundar de agua y de cuanta porquería tira la gente a los arroyos. Cada cosa que golpeaba mi carro lo recibía como un gancho al mentón y me prometí que si salía de esa no volvería a cometer pecado alguno.
Al final y como siempre, las aguas cedieron, mi carro fue arrastrado a la orilla y pude bajarme sano y salvo. Abracé a los dos héroes anónimos y les dije “mil gracias, no tengo como pagarles”. Ellos, al verme me respondieron “bueno, la verdad es que si tiene, con el reloj que lleva puesto y un billete de los moraditos estaría bien”. Sin remordimiento alguno me desabroché mi imitación de Rolex y se los di junto con todo lo que me acompañaba en mi billetera, dos billetes empapados de diez mil y uno de dos mil pesos.
Al llegar a mi casa, mi esposa me recibió con cara de pocos amigos vociferando “¿tu dónde carajos estabas?, te llamé un millón de veces, ahí está tu comida fría, si quieres caliéntala tu mismo”. En cualquier otra ocasión me hubiera centrado en una fuerte disputa pero ese día sólo me abalancé hacia ella, la abracé, rompí en llanto diciéndole “mija, volví a nacer” y le conté todo lo sucedido obteniendo un poco de consuelo de su parte y por supuesto un fuerte regaño por mi irresponsabilidad y el compromiso de no volver a hacerlo.
Mi carro, en cambio, no corrió con mejor suerte y tuvo que ser trasladado en grúa hasta un taller cercano. El motor, la latonería y la tapicería completamente dañados. Intenté pasárselo al seguro para darlo por pérdida total, a lo que respondieron que mi póliza tenía una cláusula que excluía esa clase de siniestros. ¡Maldita sea la letra menuda! Ahora mi carro reposa en el taller esperando que su dueño consiga lo del arreglo para poderlo sacar.
La lección está aprendida, la próxima vez que me coja la lluvia en el carro dejaré la prisa, me estacionaré en un lugar seguro, pondré buena música y esperaré a que bajen los arroyos para seguir mi camino. Y usted amigo lector debería hacer lo mismo en vez de seguir pitándole al de enfrente.
Antonio Javier Guzmán P.
ajguz@yahoo.com
Mi Twitter: @AJGUZMAN