Toda mi infancia y adolescencia giró en
torno a un balón de fútbol. Nunca jugué con carritos, jamás entendí el
beisbol y era demasiado embolsado como para el boxeo. Por eso me refugié
en el deporte de las piolas con la motivación extra de mi padre quien
guardaba las esperanzas de sacarlo de pobre.
Cuando tenía aproximadamente 13 abriles, en la empresa donde laboraba mi padre, como en años anteriores, organizaron un campeonato de fútbol en el cual cada sección de la compañía formaría un equipo donde solo podrían jugar los hijos y familiares de segundo grado de los empleados que tuvieran la edad de 14 años no cumplidos, es decir máximo 13 años y 364 días. Pero como vivimos en el país del Sagrado Corazón de Jesús era muy común tener contrataciones de jugadores “foráneos” que no cumplían con la regla de consanguinidad y otros que claramente sobrepasaban la edad pero presentaban documentos falsos autenticados por algún notario de la población de “Tierra Perdida”.
Para los campeonatos anteriores yo era la estrella y goleador de mi equipo, sin embargo nunca fue suficiente para lograr un título porque siempre nos hacía falta algunos centavos para el peso en los partidos decisivos. Fue por esto que se decidió reforzarlo con varios integrantes que le dieran un aire y contundencia al equipo.
Una de dichas contrataciones para mi equipo fue la de un muchacho fornido, extrovertido, alegre y de nombre Iván René Valenciano, hijo del otrora jugador del Junior de Barranquilla Ariel Valenciano, quien al igual que mi padre, motivaba a su hijo con el deseo de que algún día triunfara y pudiera superarse económicamente hablando.
El sistema de juego de mi equipo era el popular (y tal vez el único en ese entonces) 4-3-3, donde Valenciano era el centro delantero y yo el puntero izquierdo. Desde el primer partido la sonada contratación dio sus frutos. Finalizado el primer tiempo ya ganábamos 3 por 0 con dos goles de Iván René y uno mío. En el descanso mientras todos nos hidratábamos con agua de panela con limón almacenada en un balde plástico (el Gatorade de la época), Valenciano corría a la tienda más cercana y se metía dos empanadas de carne con una chicha de maíz. Nuestro remedo de técnico al verlo se alarmaba y le decía “así no vas a poder jugar, te vas a indigestar”, pero él muy tranquilo le respondía “tranquilo profe, ahora hago dos (goles) más”.
Dicho y hecho, así era, una y otra vez inflaba las redes rivales convirtiéndose en la figura principal del equipo y del torneo y relegándome a mí como uno más del montón. El “cachetón”, como ya le llamaban en ese entonces, llegó para literalmente adueñarse del balón (ver foto). Cobraba todo, tiros libres, tiros de esquina y penaltis. Lo único que le faltaba era centrar y cabecear porque siempre fue malo con la testa. Era el prototipo del jugador “agalludo” (dícese del jugador que no suelta una bola ni por casualidad). Su léxico no comprendía las palabras “ponla”, “pásala”, “dámela” y bola que caía en sus pies sufría el castigo de su potente pegada, no en vano le decían que pateaba más que nevera vieja.
Siempre tuvo hambre de gol y hambre de todos los manjares de la costa, como sancochos, pollo frito, perros calientes, hamburguesas, suero, butifarras, arepa e´huevo y otras delicias. Sus goles nos llevaron al tope de la tabla de posiciones y posteriormente a ganar el campeonato. El obtuvo el trofeo de goleador y mi consuelo fue la medalla al espíritu deportivo por asistir a todos los partidos y cantar los goles del “bombarderito” como míos propios.
La celebración del título fue en una finca de los padres de unos de los integrantes del equipo ubicada en Sabanalarga donde nos reunimos jugadores y familiares alrededor de una piscina, cervezas y un humeante sancocho trifásico del que Iván René comió una y otra vez mientras todos veíamos como se le inflaban sus cachetes con cada palangana ingerida y yo mientras tanto seguía siendo el mismo flacuchento de siempre.
Dicho torneo nos sirvió como trampolín y ambos fuimos llamados a la selección Atlántico pero en mi partido inaugural sufrí de un terrible miedo escénico que me llevó a chupar banca todo el resto de la temporada. Al terminar mi bachillerato tomé la decisión (para bien o para mal) de dejar el fútbol y estudiar ingeniería industrial, pero Valenciano siguió haciendo goles que lo llevaron a engrosar las filas del Junior y posteriormente convertirse en el máximo goleador que ha parido Colombia hasta el momento.
Sin importar su sobre peso o sus constantes episodios de indisciplina el “gordito de oro” hizo temblar las defensas rivales en los distintos equipos donde perteneció. Siempre tendremos la inquietud de saber hasta donde hubiera llegado de haber sido un deportista más disciplinado, pero a mí no me queda la menor duda que tenía condiciones técnicas para triunfar en el fútbol de cualquier país.
Aún recuerdo cuando iba al Metropolitano y me deleitaba viéndolo vestir la camiseta rojiblanca, haciendo goles de todas las facturas, rompiendo las redes rivales una y otra vez. Con toda seguridad él no recuerda mi nombre ni los momentos que aquí narro con detalles, pero yo en cambio cada vez que lo veía jugar me llenaba la boca de orgullo diciendo “Yo jugué con Valenciano”.
Cuando tenía aproximadamente 13 abriles, en la empresa donde laboraba mi padre, como en años anteriores, organizaron un campeonato de fútbol en el cual cada sección de la compañía formaría un equipo donde solo podrían jugar los hijos y familiares de segundo grado de los empleados que tuvieran la edad de 14 años no cumplidos, es decir máximo 13 años y 364 días. Pero como vivimos en el país del Sagrado Corazón de Jesús era muy común tener contrataciones de jugadores “foráneos” que no cumplían con la regla de consanguinidad y otros que claramente sobrepasaban la edad pero presentaban documentos falsos autenticados por algún notario de la población de “Tierra Perdida”.
Para los campeonatos anteriores yo era la estrella y goleador de mi equipo, sin embargo nunca fue suficiente para lograr un título porque siempre nos hacía falta algunos centavos para el peso en los partidos decisivos. Fue por esto que se decidió reforzarlo con varios integrantes que le dieran un aire y contundencia al equipo.
Una de dichas contrataciones para mi equipo fue la de un muchacho fornido, extrovertido, alegre y de nombre Iván René Valenciano, hijo del otrora jugador del Junior de Barranquilla Ariel Valenciano, quien al igual que mi padre, motivaba a su hijo con el deseo de que algún día triunfara y pudiera superarse económicamente hablando.
El sistema de juego de mi equipo era el popular (y tal vez el único en ese entonces) 4-3-3, donde Valenciano era el centro delantero y yo el puntero izquierdo. Desde el primer partido la sonada contratación dio sus frutos. Finalizado el primer tiempo ya ganábamos 3 por 0 con dos goles de Iván René y uno mío. En el descanso mientras todos nos hidratábamos con agua de panela con limón almacenada en un balde plástico (el Gatorade de la época), Valenciano corría a la tienda más cercana y se metía dos empanadas de carne con una chicha de maíz. Nuestro remedo de técnico al verlo se alarmaba y le decía “así no vas a poder jugar, te vas a indigestar”, pero él muy tranquilo le respondía “tranquilo profe, ahora hago dos (goles) más”.
Dicho y hecho, así era, una y otra vez inflaba las redes rivales convirtiéndose en la figura principal del equipo y del torneo y relegándome a mí como uno más del montón. El “cachetón”, como ya le llamaban en ese entonces, llegó para literalmente adueñarse del balón (ver foto). Cobraba todo, tiros libres, tiros de esquina y penaltis. Lo único que le faltaba era centrar y cabecear porque siempre fue malo con la testa. Era el prototipo del jugador “agalludo” (dícese del jugador que no suelta una bola ni por casualidad). Su léxico no comprendía las palabras “ponla”, “pásala”, “dámela” y bola que caía en sus pies sufría el castigo de su potente pegada, no en vano le decían que pateaba más que nevera vieja.
Siempre tuvo hambre de gol y hambre de todos los manjares de la costa, como sancochos, pollo frito, perros calientes, hamburguesas, suero, butifarras, arepa e´huevo y otras delicias. Sus goles nos llevaron al tope de la tabla de posiciones y posteriormente a ganar el campeonato. El obtuvo el trofeo de goleador y mi consuelo fue la medalla al espíritu deportivo por asistir a todos los partidos y cantar los goles del “bombarderito” como míos propios.
La celebración del título fue en una finca de los padres de unos de los integrantes del equipo ubicada en Sabanalarga donde nos reunimos jugadores y familiares alrededor de una piscina, cervezas y un humeante sancocho trifásico del que Iván René comió una y otra vez mientras todos veíamos como se le inflaban sus cachetes con cada palangana ingerida y yo mientras tanto seguía siendo el mismo flacuchento de siempre.
Dicho torneo nos sirvió como trampolín y ambos fuimos llamados a la selección Atlántico pero en mi partido inaugural sufrí de un terrible miedo escénico que me llevó a chupar banca todo el resto de la temporada. Al terminar mi bachillerato tomé la decisión (para bien o para mal) de dejar el fútbol y estudiar ingeniería industrial, pero Valenciano siguió haciendo goles que lo llevaron a engrosar las filas del Junior y posteriormente convertirse en el máximo goleador que ha parido Colombia hasta el momento.
Sin importar su sobre peso o sus constantes episodios de indisciplina el “gordito de oro” hizo temblar las defensas rivales en los distintos equipos donde perteneció. Siempre tendremos la inquietud de saber hasta donde hubiera llegado de haber sido un deportista más disciplinado, pero a mí no me queda la menor duda que tenía condiciones técnicas para triunfar en el fútbol de cualquier país.
Aún recuerdo cuando iba al Metropolitano y me deleitaba viéndolo vestir la camiseta rojiblanca, haciendo goles de todas las facturas, rompiendo las redes rivales una y otra vez. Con toda seguridad él no recuerda mi nombre ni los momentos que aquí narro con detalles, pero yo en cambio cada vez que lo veía jugar me llenaba la boca de orgullo diciendo “Yo jugué con Valenciano”.
Antonio Javier Guzmán P.
ajguz@yahoo.com
Mi Twitter: @AJGUZMAN