domingo, 12 de mayo de 2013

Accidente oloroso



Esa mañana, como todas, mi reloj despertador sonó muy temprano, a las 5 am. Como pude, estiré mi brazo y lo apagué para seguir durmiendo otros quince minutos pero de inmediato entró mi señora madre y me dijo –levántate o te echo un balde de agua encima-.

Me alisté tan rápido como pude y cuando sentí la bocina del bus que me llevaría al colegio revisé mis cosas para cerciorarme que no olvidara nada. Libros, regla, transportador, lápices, bolígrafos, dinero para la merienda y uniforme de gimnasia. Al parecer todo estaba en orden pero yo presentía que algo olvidaba. Al escuchar nuevamente la bocina corrí y salí sin despedirme de mis padres. Tan pronto me senté y el bus arrancó, recordé lo que había olvidado: echarme desodorante.

De inmediato palidecí, pese a que hasta ese día nunca había sufrido de mal olor en mis axilas, sabía que mis cortos 15 años junto con la abrumadora agenda física que traía la jornada escolar con sus dos recreos sumado al calor barranquillero podían hacer de las suyas.

Respiré profundo, me tranquilicé y me dije con aplomo –Hoy llevaré un día calmado. Nada de correr, saltar o jugar y no pasará nada-.

Pero como siempre, estaba equivocado. Ese día hizo más calor que de costumbre y por una extraña razón (tacañería de los dueños pienso yo) los salones del colegio no tenían abanicos (ventiladores). Me sentía como en un baño sauna hasta que por fin sonó la campana anunciando el primer recreo. Salí, y según lo planeado, me senté bajo la sombra de un palo de almendro a esperar pasar el tiempo. Pero de inmediato llegaron varios compañeros a decirme que les hacía falta un integrante para completar un partido de bola e´trapo. Quise resistirme a su oferta pero todo fue infructuoso y al cabo de diez minutos estaba pateando el esférico sin camisa bajo el inclemente sol de 10 am.

Cuando terminó el clásico futbolero mi próxima clase era de gimnasia y en los vestieres ya se empezaba a sentir el olor que salía debajo de mis brazos. Uno de mis compañeros gritó a todo pulmón – nojoda, huele a grajo- y yo, como si la vaina no fuera conmigo agregué en son de burla –Martínez, baja los brazos que nos vas a asfixiar-.

En ese momento logré despistarlos y nadie sabía que era yo el del peculiar aroma. Pero todo empezó a cambiar cuando regresamos a ese infierno que teníamos por aula de clase. En mi intento de tratar de detener el olor y que no escapara, mantuve mis brazos pegados al cuerpo. ¡Craso error! Eso hizo que la fetidez se concentrara y la fragancia pasara de cebolla cabezona a puro ajo machacado.

Todos cuchicheaban y se tapaban la nariz apuntando al principal sospechoso, el cachaco Rodríguez, famoso por bañarse sólo una vez por semana. Pero el hedor común de Rodríguez era como a loco nuevo, en cambio lo que se sentía en el ambiente era el físico y popular grajo.

Cualquier duda quedaría despejada cuando la profesora formuló una pregunta y finalizó con -¿Guzmán?- a lo que por puro instinto y reflejo alcé mi brazo lo más alto que pude y dije –aquí señorita-. Todo el extracto de ajo reprimido salió a flote haciendo marchitar unas rosas que reposaban en la mesa de la profesora, varias moscas que revoloteaban cayeron fulminadas, tres de mis compañeros perdieron el conocimiento y el resto salió corriendo sin rumbo conocido.

La profesora como pudo, aguantó la respiración, se tapó la nariz y me dijo –váyase para su casa de inmediato a bañarse y embadurnarse de desodorante-.

Al salir del alma mater pensé que el sufrimiento había terminado, pero a mi calvario aun le faltaba una estación. Como mi casa quedaba bastante retirada del colegio debía tomar un bus que me acercara. Esperé en una esquina por largo rato a que pasara uno que estuviese vacío pero al contrario el siguiente estaba más lleno que el anterior.

Por fin me subí en uno que iba a reventar y justo dicho vehículo no tenía donde uno sujetarse en los espaldares de las sillas. Hice uso de todas mis destrezas para mantener el equilibrio sin agarrarme del tubo ubicado en el techo, pero un intempestivo frenazo hizo claudicar mis aspiraciones por lo que tuve que alzar mi brazo y sostenerme con todas mis fuerzas para no irme de bruces contra el piso.

Al cabo de pocos segundos se sintió el hedor que emanaba de mi cuerpo, y de inmediato todos los pasajeros se bajaron quedando el bus para mi solito. El chofer al darse cuenta de lo sucedido prefirió devolverme el valor del pasaje y me sacó a patadas de su bus.

El resto del trayecto tuve que caminar notando como se alejaban de mí las personas mientras me seguían varios perros callejeros. A mi casa llegué cansado y con mi autoestima por el suelo. Fui directo al baño a quitarme por completo la fragancia que me acompañó durante todo el día.

El suceso me generó un trauma que aun no supero pese a muchas sesiones de terapia en el sicólogo y hoy día siempre cargo un desodorante en el bolsillo del pantalón, uno en el maletín de trabajo, uno en el carro, uno en la oficina y uno más de cojín en mi billetera. Me baño cuatro veces al día, al salir de la ducha me aplico tres tipos de desodorantes y pese a todo nunca me siento protegido hasta llegar al punto de tener la obsesión de oler mis axilas cada minuto.

Si, a mi me dio grajo un día y no me da pena decirlo, el que esté libre de pecado que levante la mano.

ajguz@yahoo.com