Por estos días Colombia entera no para de rezar y pedirle al Todo poderoso y a San Isidro Labrador que quite el agua y ponga el sol, para que cesen las inundaciones, fallas geológicas y demás desastres en todos los municipios y que de esta forma los damnificados en todos los rincones del país tengan un respiro en sus acongojadas vidas. Esta es la cruda realidad de hoy en día, sin embargo hace más de dos décadas, cuando las lluvias no traían calamidades de tal magnitud, el preciado líquido era una bendición para agricultores, ganaderos e incluso para cientos de barranquilleros que, entre el mes de junio y agosto, disfrutábamos de la época de lluvia.
La mañana empezaba como cualquier otra en el Caribe colombiano, un sol templado y sofocante acompañado de un cielo azul impecable, lo que hacía presagiar un día despejado y seco. De repente, un enorme sapo hacia su aparición saltando en el jardín de mi casa, vaticinando el aguacero que se venía encima. Las nubes grises iban haciendo su aparición, el cielo oscurecía, el sonido de los truenos me ponía la piel de gallina y los niños cantaban “¡Que llueva, que llueva, la virgen de la cueva, que sí, que no, que caiga un chaparrón!”. Al parecer, San Pedro estaba atento y escuchaba casi que de inmediato sus plegarias pues empezaban a caer las primeras gotas de lluvia, por cierto gigantescas. Por algún mito urbano, creado en la imaginación macondiana, había personas que creían que si uno se mojaba la espalda con el primer aguacero de la temporada se evitaría contraer la gripa en todo el año y además que actuaba como el mejor calcio, pues los huesos se fortalecían, sin embargo, otro de esos agüeros apuntaba a que era mala suerte bañarse en esa primera lluvia.
Recuerdo que las primeras gotas de lluvia eran acompañadas por el clamor de mi mamá vociferando que recogiéramos la ropa que reposaba colgada en los alambres del patio esperando a que los inclementes rayos del sol la secaran. Hecha la tarea, todos nos disponíamos a salir a bañarnos, y cuando digo todos éramos todos, mi papa, mi mamá, mi hermana, la empleada, el gato, el perro y hasta el loro de la casa.
Corríamos felices bajo la lluvia en compañía de los vecinos quienes no desaprovechaban ocasión para disfrutar de una de las maravillas que Dios nos dio como regalo. Los hombres jugábamos un partido a pie descalzo de bola e´trapo, o más bien de bola de plástico y usábamos como arco un par de piedras separadas a cinco pies una de la otra. En dicho clásico se valía de todo, tirarle agua al arquero barriéndola con los pies, bajarle la pantaloneta al delantero para que no hiciera gol o cualquier otra “fechoría” con tal de divertirnos. Al finalizar el partido, todos marchábamos hacia el enorme y refrescante chorro de agua que caía de una de las canaletas que separaba una casa de la otra y hasta hacíamos fila para poder disfrutarlo. Sentir ese chorro de agua lluvia sobre mi cara era como sentir una bendición directa del cielo.
Cuando el aguacero era de larga duración, nos acercábamos hasta la calle 84 a ver pasar el arroyo con esa fuerza y furia que sólo los arroyos de nuestro terruño poseen…¡qué orgulloso me siento de mi ciudad!, más de una vez vimos pasar carros flotando como barquitos de papel y al día siguiente salían fotografiados en primera plana de los periódicos completamente destartalado.
Los niños jugaban con sus carritos por las pequeñas corrientes de agua, dejándolos correr y los perseguían con una sonrisa de oreja a oreja bajo la mirada atenta de sus padres. Las mujeres de la cuadra realizaban un desfile de “camisetas mojadas” haciendo que a más de uno se nos parara… el corazón. Las más hacendosas barrían la puerta de la casa y los laboriosos caballeros aprovechaban el torrencial aguacero para lavar sus carros o recoger agua en grandes tanques que servirían después para un uso diferente al del consumo humano.
Por mi parte, alegremente corría descalzo por toda la cuadra, hasta que mi mamá me lanzaba un grito amenazador, que se escuchaba a tres cuadras a la redonda: “mira pelao e chorizo ven a ponerte unas chancletas antes de que cojas una infección o te doy una limpia de padre y señor mío”. A pesar que le hacía poco caso, ella tenía razón, teniendo en cuenta que las alcantarillas se desbordaban y salían cientos de cucarachas en todos los tamaños y colores, desde la popular roja que está en este mundo antes de nosotros, hasta una grande y marrón que causaba nauseas de solo verla.
Si la lluvia caía poco tiempo antes de ir al colegio, rezaba para que siguiera lloviendo con tal de no tener clases ya que los arroyos impedían que los estudiantes nos desplazáramos hasta las instalaciones educativas. Hoy veo como esta grata tradición se ha ido perdiendo poco a poco, ahora los padres le tienen prohibido a sus hijos que se bañen en la lluvia y no permiten que le caigan siquiera tres gotas de agua porque ya creen que se van a resfriar o peor aun que se volverán asmáticos de por vida. Al contrario, prefieren que sigan abstraídos en sus jueguitos electrónicos donde están “más a salvo”. Si supieran que las probabilidades de que nos caiga un rayo bajo la lluvia son las mismas de que nos ganemos el Baloto no saldrían con esos pretextos.
En el próximo aguacero, olvídate del qué dirán, deja tu paraguas y lánzate a bañar como si nadie te estuviera viendo, corre, ríe, canta, baila y deléitate con una de las cosas gratis que la vida te da, no sea que el año que viene se venga una fuerte sequia y estés implorando a San Pedro por que mande al menos un serenito.
Antonio Javier Guzmán P.
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