viernes, 2 de octubre de 2015

La malicia indígena



En el país del Sagrado Corazón de Jesús tenemos una variedad completa de males de los cuales se puede sufrir, pero sin lugar a dudas, la mayoría, por no decir todos, radican en la corrupción. Narcotráfico, guerrilla, paramilitarismo, hambruna, desempleo, escases de alimentos, violencia, pobreza, todos y cada uno de los problemas que aquejan a nuestra sociedad de hoy en día si uno se pone a escudriñar se dará cuenta de que en esa cadena siempre habrá un eslabón corrupto que eleva dicho mal a la ene potencia.

Y cuando uno escucha la palabra corrupto lo primero que se le viene a la cabeza es un político. Y si, ellos lo son, todos lo son, no en vano cada año luchamos cabeza a cabeza por llevarnos el título del país más corrupto del continente americano. Pero lastimosamente, en Colombia, la corrupción no es exclusiva de nuestros gobernantes, ellos solo hacen parte del problema y dirigen a una masa de personas que no son mejores ejemplares que ellos.

Nosotros los elegimos, muchas veces por convicción, pero otras tantas por recomendación de un amigo, porque un familiar necesitaba el voto para conservar un empleo o porque le prometieron un puesto de corbata que seguramente nunca llegará. Claro está que también existen los que aceptan una bolsa de cemento, un cargo público o un billete, de la denominación que sea, o cualquier tipo de “retribución”. Cada uno de ellos no solo contribuye a la corrupción sino que hacen parte de ella.

Pero los políticos no son los únicos, decía, y para afirmarlo basta con salir a las calles y ver los miles de ejemplos de corrupción en los que caemos día a día. Si, caemos, porque aquí el verbo lo debemos conjugar en primera persona ya que nadie se escapa de éste mal. El ciudadano que en su carro se pasa al carril contrario para aventajar a los demás y luego frena el tráfico cuando se topa de frente con otro vehículo es un corrupto. Las señoras, rosario en mano, que apartan las sillas de la Iglesia como si fuesen de su propiedad son unas corruptas. El empleado que lleva a su casa lapiceros, hojas, y cualquier otro insumo de su empresa es un corrupto. El vecino que estaciona su automóvil ocupando dos espacios es un corrupto. El que vende Cd´s piratas y el que los compra son corruptos.

La lista es infinita, y podría extenderme y nunca terminar pero, ahora bien, ¿de dónde nos viene todo eso? Creo, sin temor a equivocarme, el problema nace con la malicia, mal llamada indígena. Nos vendieron la idea de que aventajarnos del prójimo era una virtud y ahora nada ni nadie puede detener esta avalancha de corruptos que somos los colombianos en todas las esferas. 

La malicia indígena es solo una pobre y patética excusa para justificar nuestra capacidad de hacer trampa, un engaño disfrazado de astucia. Pero nos llenamos la boca y sacamos pecho, orgullosos de ese “don” innato en nuestra raza pero que ha servido de poco o nada para salir del atolladero en el que nos encontramos y antes por el contrario cada vez más nos hunde en la mediocridad y nos condena al subdesarrollo.

Vivimos en la cultura del atajo, y en ella todos quieren ser ricos de la noche a la mañana, sin importar lo que se haga, sin importar a quien atropelles o el precio que los de tu entorno paguen por ello. Lo moralmente permisible para muchos en Colombia se ha vuelto confuso. Todo se vale para lograr fortuna y fama. La ley la acomodamos a lo que pensemos en el momento en que estemos.

Una cosa es el ingenio, la creatividad, la recursividad e imaginación y otra totalmente diferente la trampa, volarse un semáforo, no hacer fila, robarse el TV cable del vecino, etc. Pero nuestro país condona y hasta, muchas veces, celebra este tipo de conducta. 

Pero, ¿será que estamos destinados a seguir así por el resto de nuestros días y nos resignamos a morir tal cual como estamos? No, me niego rotundamente a creer en eso. Pero la solución está en el largo plazo y nosotros como colombianos no sabemos, ni queremos, nada que tarde más de un mes. Sin embargo, para acabar con ese mal llamado corrupción debemos centrar nuestras fuerzas e invertir en la formación del capital humano, hasta que un día, nazca una generación de ciudadanos portadores de valores, de creencias y de la información necesaria implantada en su disco duro que nos haga posible el milagro de disfrutar de una vida tranquila en medio de un país que crece con el sudor de la frente.

No cabe duda, el éxito o fracaso de una sociedad radica en las personas que la conforman, en sus valores, en sus creencias, en su conocimiento, en su formación. Y viéndolo de esa manera, Colombia necesita un cambio, no solo de sus gobernantes, necesitas cambiar tú, necesito cambiar yo. El esfuerzo que se requiere es enorme, pero si al menos logramos el compromiso de los que nos rodean ya habremos finalmente elevado nuestras anclas con buen viento y buena mar. 

Antonio Javier Guzmán P.