domingo, 18 de septiembre de 2011

Zico, el Taxidermista y Yo.


Cursaba séptimo grado en el colegio y mis notas en la asignatura Ciencias y Biología no eran las mejores, el año escolar agonizaba y sólo una excelente nota final podría salvarme del tormentoso suplicio de habilitar la mencionada materia.

La profesora, a quien los estudiantes apodamos de cariño “ceula” por una pequeña dislexia que le impedía pronunciar la palabra célula de manera correcta, nos asignó como trabajo final llevar un animal disecado para dejarlo en exhibición en el laboratorio del colegio. La mayoría de mis compañeros pensó en animales pequeños como conejos, palomas, sapos y lagartijas. Yo, en cambio, urgido de una excelente nota pensé en un animal más grande y de esta forma conseguir una sobresaliente calificación que me dejara a las puertas de ganar la materia.

Mi madre, con el mejor de los deseos de ayudar a su hijo consentido, me dijo que tenía un familiar en Santo Tomás que poseía un patio enorme, y en el varios animales de granja. Ese mismo día nos fuimos en su búsqueda al pueblo atlanticense y el animalito elegido fue un hermoso y brioso chivo que no tenía ni la menor idea de la suerte que le esperaba.

Esa noche el chivo durmió en el patio de mi casa y durante toda la noche y madrugada no dejó de llorar haciendo que los vecinos a tres casas a la redonda no pudieran conciliar el sueño. –Al menos mañana se acaba este tormento- pensé de manera inocente.

Al día siguiente, bien temprano, mi madre y yo llevamos al chivo al único taxidermista que había en esa época en Barranquilla. Su casa, la cual le servía de taller, estaba ubicada en la carrera 51 con la esquina de la calle 79. El lugar era un tenebroso cementerio de animales disecados. Al entrar se podía apreciar un enorme oso polar con un gesto agresivo en su cara y que parado en sus dos patas medía casi tres metros, cabezas de alce en las paredes, aves de diferentes especies, mariposas multicolores y un repugnante olor a formol que se impregnó en mis fosas nasales.

Le mostré el chivo que sería objeto de su arte y me dijo que lamentablemente para esos días tenía mucho trabajo (todos mis compañeros de clase se me habían adelantado) y no me lo podía recibir hasta dentro de una semana. –Una semana más con el chivo en mi casa, mis vecinos me van a matar- me dije algo desesperado.

Al llegar nuevamente a mi casa con el animal a cuestas, decidí bautizar a mi nueva y peculiar mascota y el nombre elegido fue “Zico”, en honor al futbolista estrella de la selección de Brasil en los años ochentas.

Durante esa semana de espera irónicamente me convertí en el protector de Zico, le daba de comer, de beber, le peinaba su tieso y brillante pelaje y hasta le limpiaba el popó que salía en forma de bolitas. Al llegar del colegio me iba corriendo al patio y cual mascota, aseguraría que Zico me reconocía y movía su pequeña cola en señal de alegría. Lo toreaba con una bayeta roja esquivando sus afilados cuernos y de vez en cuando le ponía una correa de perro y lo sacaba a pasear por mi cuadra, o más bien el me paseaba a mí, por la fuerza que tenía.

Lamentablemente me estaba encariñando con el pequeño caprino, cuadrúpedo saltarín, sin recordar que sus días estaban contados. Cosa contraria pasaba con mis vecinos, quienes a diario insultaban a mi madre por el incesante balar de Zico, que había perturbado la tranquilidad de la cuadra.
Pasó la semana de espera y llegó la fecha en que debía volver donde el taxidermista para que hiciera su trabajo, sacrificar a Zico y entregármelo disecado. En aquel momento varios pensamientos invadieron mi cabeza. Pensé en quedarme con Zico como mascota y dejar los estudios, al fin y al cabo el aprendizaje y yo siempre estuvimos divorciados. También pensé en romper mi alcancía y comprarle el oso al taxidermista, aunque mi sentido común me dijo que a duras penas alcanzaría para un hámster. Pensé en comprarle una compañera a Zico y dedicarme a la cría de ganado caprino y de esta manera ganarme la vida, así no tendría que preocuparme más por estudiar, habilitaciones, profesores, etc. Un llamado de mi madre, apurándome para ir donde el taxidermista, me sacó de mis fantasías. Ya no tenía marcha atrás, la presión de mis vecinos por deshacerme del animal y el deseo de no arruinar mis vacaciones pudieron más que mi afecto por Zico.

Nuevamente me recibió en persona el taxidermista, esta vez llevaba una bata larga y amarillenta en la que se podían apreciar algunas gotas de sangre, de seguro de su última víctima. Para mí, en el momento en que le entregaba a Zico, el taxidermista tenía una apariencia diabólica y sólo le faltaba la capucha negra con los orificios en los ojos para ser igual al verdugo de la época de la Inquisición.

Zico, por su parte me miraba con ojos de cordero llevado al matadero, como si por alguna razón supiera que sus horas estaban contadas, que su destino final estaba cerca; mientras yo me despedía de él por mis mejillas corrían lagrimas y el sentimiento de culpa me carcomía. Esa noche no pude conciliar el sueño pensando en la suerte del pobre Zico, ¿todavía estaría vivo?

Pasaron aproximadamente cinco días y el taxidermista llamó a mi casa para avisar que el trabajo estaba terminado. Mi madre y yo nos fuimos raudos a recoger a Zico, o lo que quedaba de él. A pesar que su apariencia física era la misma, ya no era Zico. Su mirada, con dos canicas en los orificios oculares, no decía nada, ya no movía su juguetona cola, su piel no brillaba y se había impregnado de ese desagradable olor a formol, olor a muerte.

En el colegio Zico fue la sensación y la seño “ceula” me premió con un 10 que frenó en seco mi inminente habilitación; sin embargo, lejos de estar orgulloso me sentí el ser más canalla del planeta Tierra, había segado la vida de un inocente ser por una miserable nota colegial que en nada cambiaría mi triste vida.

Veinte años después de este triste episodio todavía tengo pesadillas con Zico, sigo escuchando de madrugada sus lamentos implorando por su vida y me levanto pensando que el estará ahí en el patio, moviendo su cola al verme. De inmediato reacciono y recuerdo que Zico aun está en ese frió y tenebroso laboratorio de mi colegio y al igual que la investigadora Clarice Starling, en la película ganadora de cinco premios Oscar, sigo esperando que se callen los corderos, o en mi caso, el silencio del inocente Zico.
 
Antonio Javier Guzmán P.
ajguz@yahoo.com
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