viernes, 6 de enero de 2012

¿Honestidad a medias?


El día 30 de diciembre de 2011, como todos los fines de mes, fui al banco a retirar el fruto de mi esfuerzo laboral. Tras una larga y tediosa espera en una fila llena de gente que no paraba de quejarse por la demora, el calor, el invierno y por todo, al fin llegó mi turno con el cajero. Éste me recibió y saludó sin mirarme a la cara inmerso en la pantalla del computador.

Le di el valor a retirar, pasé mi tarjeta debito, ingresé mi clave y rato después el cajero contaba el dinero a la vez que contestaba una llamada telefónica. Contó dos veces más sin dejar de hablar y reírse con quien al parecer programaba una cita amorosa y solo interrumpió por un segundo para entregarme el dinero. Desesperado por la larga espera, tomé el pequeño fajo, lo guardé en mi bolsillo sin revisarlo (estamos en Colombia, no hay mucho para contar) y salí despotricando de la entidad financiera y su mal servicio al igual que todos los demás clientes.

Como ya ese dinero tenía dueño, de ahí salí directo a consignarlo todo en otro banco para cubrir el sobregiro con el fin de no arrancar el año en rojo y el primer día del 2012 poder sobregirarme nuevamente. Antes de entrar a dicha oficina sonó mi celular y detrás de ella una voz temblorosa y angustiada me dijo –señor Antonio, le habla Carlos el cajero del banco que hace un rato lo atendió, resulta que por error le entregué un millón de pesos de más, le pido el por favor se acerque y me los devuelva- De inmediato le respondí –así como me entregaste el dinero lo guardé en mi bolsillo, ahora estoy entrando a otro banco a consignar, no te preocupes tan pronto verifique lo que me acabas de decir y salga de aquí te llevo el dinero-.

En ese momento no se me pasó quedarme con el dinero, no por ser la persona más honesta sino porque pienso que todo lo malo que uno hace se le devuelve el triple y le tengo pavor a un desquite de la vida. Pero haciendo la fila para cubrir mi sobregiro y después de comprobar lo dicho por el cajero me dio mucho tiempo para pensar. Y cuando uno piensa se le meten los demonios. Pensé hacerme el marica o el de la oreja sorda y quedarme con el milloncito. Se perfectamente que un millón no resuelve absolutamente nada pero en navidad y con esta maldita recesión serían bienvenidos. Mientras pasaban los minutos mi debilidad y las ganas de apoderarme de lo ajeno me carcomían. Mi mente sufría un combate titánico entre las fuerzas del bien y el mal.

El banco que me tenía en ese fuerte dilema era el mismo que me había prestado para comprar casa y al cual después de pagarle puntualmente por once años le debo más de lo que me prestaron. El mismo que me tiene ahorcado con sus intereses corrientes. El mismo que me quería meter por los ojos una tarjeta de crédito cuando no la necesitaba pero que me negó un préstamo personal cuando tuve un apuro familiar. El mismo que me reportó en Datacrédito por una mora de 30 días y me tocó ponerle tutela para que me borraran. El mismo que me ha cambiado las condiciones comerciales a su antojo perjudicándome en cada una de ellas.

En ese momento lo vi como una excelente oportunidad de sacarle una mísera cantidad de todo lo que me ha exprimido ese banco, pero rápidamente recordé que ellos (los bancos) nunca pierden y el que siempre termina pagando es el pobre empleado con su sueldo y tal vez con su mal remunerado empleo. No me dejé seguir llevando por los consejos del maligno y tan pronto salí de hacer mi consignación me fui directo al banco a devolver el dinero al atormentado cajero.

Cuando entré al banco me sentí el ser más recto y honrado de todo el planeta tierra, digno de ser recibido con alfombra roja y alzado en brazos o merecer un reportaje en un noticiero nacional. Le entregué el dinero al cajero y este lo recibió con una tímida sonrisa y un simple “gracias”. Yo estaba esperando que me besara los zapatos o al menos que tuviera una expresión enorme de gratitud. Nada de eso sucedió, tal vez porque el cajero era un mal agradecido o a lo mejor porque no quiso armar un escándalo y pasar el hecho lo más desapercibido posible y no poner en peligro su cargo. Tuve intenciones de quitarle el fajo de billetes y salir corriendo pero al ver el vigilante armado con una escopeta mata patos en la entrada mis intenciones claudicaron en el acto.

Camino a mi casa, con los bolsillos vacíos, pensaba si había hecho lo correcto. Mi corazón decía que si y mi billetera todo lo contrario. Con el fin de consolar y respaldar a mi lado bueno pensé de manera optimista -Dios sabrá recompensármelo y me lo devolverá con creces-.

Al entrar a mi casa lo primero que vi fue un sobre en el piso con remitente del banco en mención. Lo abrí y era una carta recordándome el pago de mi tarjeta de crédito. Después de descargarme con varios madrazos pensé en lo injusta que es a veces la vida.

Esa misma noche al revisar mi correo encontré un mensaje del cajero del banco con una frase que me dejó atónito: “Mi esposa, mis cinco hijos y yo le agradecemos por no convertir de ésta la peor de las navidades, que tenga un feliz año”.

La moraleja que saco de este pequeño capítulo de mi vida es que los buenos actos no deben hacerse ni por miedo al castigo ni por esperar retribución a cambio. La honestidad es un valor que nos ayuda a siempre tener limpia y tranquila nuestra conciencia, es el camino de la "legalidad" y esa será siempre la mejor de las recompensas.

Antonio Javier Guzmán P.
ajguz@yahoo.com
Mi Twitter: @AJGUZMAN