martes, 31 de enero de 2012

Un día en el gimnasio


Comenzando el año y decidido a cumplir una de mis promesas para el 2012 (bajar una pequeña y juguetona barriga que viaja conmigo a todos lados sin ser invitada), desempolvé los zapatos tenis y me vestí con la poca ropa deportiva que reposaba en mi armario, la cual solo utilizaba a modo de pijama. Luego hice una parada técnica en un centro comercial para comprar un par de medias ya que las únicas que poseía tenían más huecos que la Vía 40. Con mucha determinación me fui raudo a un gran gimnasio ubicado muy cerca de donde vivo y tras averiguar por los diferentes planes que tenían resolví valientemente tomar un semestre pagando con un tarjetazo diferido a 36 meses sintiéndome optimista al pensar que el cobro jamás llegaría.

La joven encargada de atenderme dijo que llamaría a un entrenador para enseñarme el gimnasio y a la vez diseñarme una rutina para principiantes, lo cual rechacé rotundamente sacando pecho y diciéndole -no te preocupes, yo soy un veterano de guerra en estos menesteres-. Ella insistió pero sin conseguir persuadirme, así que me dejó ir deambulando por las instalaciones sin yo saber dónde empezar. Minutos más tarde anunciaron por altoparlantes que la clase de spinning daría inicio y de inmediato cabalgué mi caballito de acero asignado sin saber lo que se venía.

El salón estaba a reventar. Como yo, habían otras personas dispuestas a ponerse en forma a costa de lo que fuera y por supuesto no podían faltar un gran número de mujeres hermosas con cuerpos esculturales fruto de muchas horas sudando la gota gorda y otras tantas en un quirófano.

Un tipo como de 30 años con pinta de roquero en decadencia era quien lideraba la clase. Puso una música estridente a todo volumen y nos invitó a pedalear a un ritmo suave pero constante en posición uno (sentados con las manos juntas en los manubrios), -esto va a ser pan comido- me dije. Sin embargo, cinco minutos después ya me picaba todo el cuerpo y sudaba a cantaros sin que la toallita de mil pesos que cogí de mi cocina lograra secarme o que el termito de niñito de pre-kínder me alcanzara para saciar la sed. La cosa se puso peor cuando nos ordenó ponernos arriba en posición dos. Las piernas me hacían como gallo montado en alambre y mi corazón latía a un ritmo descomunal. Confieso que tuve intenciones de bajarme de inmediato de la bicicleta y salir huyendo de ahí, pero un gran escote con un par de implantes PIP a punto de reventar junto a mí, servían de aliciente para seguir pedaleando y jadeando como perro callejero. La música cambió de ritmo y esta vez el mando fue pasar a la posición tres, acaso ¿cuántas había? La número dos había sido suficiente para acabar con el poco oxigeno que le quedaba a mis pulmones. Miré el reloj y parecía que no avanzaba, solo habían transcurrido quince miserables minutos y aún faltaban treinta que parecían una eternidad. En ese momento maldije la cena del 24 de diciembre, el pastel del 31 y todas las cervezas y licor ingerido en las navidades. Sentía que mi vida se desvanecía lentamente. Pero mi orgullo era mucho más fuerte y me resistía a abandonar la maratónica tarea mientras que la dueña del par de siliconas me veía con cara compasiva por el estado deplorable en el que me encontraba.

No aguanté más y me bajé de la bicicleta simulando que me entraba una llamada “importantísima” a mi celular y me fui con la cabeza gacha y mi ego hecho trizas bajo la mirada castigadora del resto de alumnos que no se comieron el cuento del celular.

Al salir de dicha clase juro que estuve a punto de irme a casa con el rabo entre las piernas pero en el salón contiguo anunciaban una maratón de aeróbicos. Música y baile, la combinación perfecta para este Joaquín Cortés en potencia. Allí podría desplegar todo mi sabor caribeño, no en vano mi segundo apellido es Swing y por mis venas fluyen manantiales de ritmo.

Sin dudarlo un segundo ingresé a la nueva aventura mientras que con cada respiro me volvía el alma al cuerpo. Esta vez noté que la presencia masculina era escasa y de los pocos que había, la mayoría eran de dudosa reputación varonil. A éste macho cabrío no le importó las características de los de su mismo género y nuevamente tomó su posición.

El profesor de turno llegó con cinco minutos de retraso; caminando con ademanes exagerados de mujer fatal movía una larga y espesa cabellera de la que brillaban unos visos color dorado. Llevaba una sudadera ceñida al cuerpo, zapatillas relucientes y un pequeño morral del que sacó varios CD piratas, una diadema y una lata de Red Bull. Escogió uno de los discos compactos y lo introdujo en el equipo a la vez que se despojaba de su chaqueta para presumir de su bronceado. Saludó a los alumnos quienes le respondieron como cual amigo de toda la vida.

De inmediato empezamos con los “movimientos básicos” según las palabras del instructor: paso en V, paso en L, elevación de rodillas, elevación de talones y desplazamientos laterales. Hasta ese momento todo estuvo bien, pero después de los estiramientos vino mi tormento. El profesor, quien con cada movimiento parecía más una mujer, explicó una rutina digna de los bailarines de Madonna y todo el grupo (excepto yo) se movía al unísono como si perteneciesen al ballet de Sonia Osorio. –No puede ser que yo, todo un bailarín de mil batallas, me deje amedrentar por esta pequeña tropa de mamíferos saltarines- pensaba mientras intentaba seguir el compás. Pero todo fue en vano y entre más lo intentaba, mayor era mi descoordinación. Cuando ellos iban hacia adelante yo apenas retrocedía, cuando se movían a la derecha me desplazaba a la izquierda. En mis fallidos intentos tropecé con el profesor, pisé a uno de los “machotes” y sin querer le rocé las tetas a más de una (comprobado, 100% silicona). Los espejos que me rodeaban y el mar de piernas y brazos que se movían acorde con la música me provocaron un súbito mareo. Empecé a sudar frío y las manos se me pusieron heladas. ¡Que fracaso soy!, me hubiera quedado en mi casa pasando canales y nada de esto hubiera sucedido.

Aproveché un minuto que se tomaron para secar sus esbeltos cuerpos e hidratarse y salí de allí despavorido, como alma que lleva el diablo. Tal vez el mismo diablo que llevaban dentro cada uno de los endemoniados bailarines.

Con la poca vergüenza que quedaba en mi haber bajé a la sala de pesas. Al ver a más de un fortachón con enormes torsos y piernas flacas a lo Jhonny Bravo me dije –esto si es lo mío- el hierro y la testosterona es lo que necesito para que salga el campeón que habita escondido dentro de mí. Doble mis mangas, arqueé los brazos como si no me cupieran en el cuerpo, tomé una bocanada de aire para ensanchar mis pulmones y conteniendo la respiración recorrí toda la sala de máquinas hasta llegar a las mancuernas para trabajar mis delgados y frágiles bíceps.

Esta vez quise ser humilde y empezar con perfil bajo. Tomé un par de ellas de 5 libras cada una (las mancuernas), me ubiqué frente a un espejo de esos que te hacen ver más grande de lo que eres en realidad y realicé una serie de quince repeticiones. Me sentí cómodo y sin ninguna clase de presiones, pero justo al terminar la primera tanda se ubicó a mi lado un culicagado como de 17 años con la cara llena de acné y sus músculos a punto de estallar. Agarró las pesas de 35 libras y realizó sus ejercicios con una pasmosa tranquilidad y frescura a la vez que miraba mis mancuernas con una risita burlona y desafiante.

Mi ego no soportó semejante estocada así que osadamente tomé las pesas de 40 libras para mi siguiente serie. El menor de edad se quedó mirándome con cara de asombro y parecía decir “yo quiero ver esto”. Apretando los labios y lo que sabemos logré subir con bastante dificultad mi mano dominante. Para subir la otra hice mil caras, pujé con todas mis fuerzas, pero a mitad de camino se me salió un viento que hizo eco en todo el gimnasio, la pesa me cayó en el dedo quinto de mi pie derecho y del dolor pude ver al diablo en cueros (por cierto, es bien feo el desgraciado).

Al gimnasio llegué feliz y por mis propios medios y me fui de allí llorando del dolor en una ambulancia de AMI que me transportó hasta la clínica más cercana.

Ya me resigné. Ahora con mi pie enyesado, en muletas y pagando una factura del gimnasio al que de seguro no volveré por vergüenza, vivo feliz y acepto mi cuerpo tal y como es. Viéndolo bien, hasta coqueta se me ve la barriguita. Por lo menos es lo que dicen mi mamá y mi esposa.

Antonio Javier Guzmán P.
ajguz@yahoo.com