Para contar la historia de mi amigo
Ernesto (el nombre NO fue cambiado para desproteger la identidad del
personaje) debo retroceder 35 años en el tiempo aproximadamente. Hijo
único y consentido de padres divorciados, nació siendo un rozagante y
bien parecido niño. Con los años se fue formando académicamente hasta
llegar a convertirse en un alto ejecutivo a escasos 28 años. Su
inteligencia, presencia y buen trato le abrían las puertas a donde
quiera que llegara.
En las mieles del amor, mientras que a
mi por ser poco agraciado me tocaba tener parla, gastar dinero y al
final conformarme con una fea, a Ernesto le llovían las mujeres por
montón. Sin embargo, él tan correcto como siempre decía que se
mantendría casto y puro para su futura esposa y madre de sus hijos.
Nuestras amigas no podían creer
semejante juicio y manejo de sus impulsos varoniles y todas atinaban a
preguntarme –oye Antonio, ¿Ernesto es marica o qué es la vaina?- Yo lo
defendía a capa y espada alegando su rectitud y basado en muchos años en
los que mi amigo nunca presentó caída alguna que me hiciera dudar de su
hombría. Pero ya en confianza a Ernesto cada vez que podía le decía
–Por cada culo que desprecies en la tierra, te esperará un gran castigo
en el cielo- Él solo se reía de mis ocurrencias pero se mantenía firme
en su convicción de conseguir a la mujer ideal.
La afortunada fue Flor, una hermosa
mujer del interior que ya tenía un kilometraje bastante avanzado fruto
de todas sus aventuras amorosas por lo que su reputación eran las
primeras seis letras de esa palabra. Para mi amigo esto no fue
impedimento y pensaba al igual que el gran filósofo de tres pesos,
Ricardo Arjona –Si el pasado te enseño a tocarme así, benditos los que estuvieron antes de mi-.
El flechazo entre ambos fue inmediato y
Cupido los unió desde su primer encuentro. Durante su noviazgo Ernesto
fue incapaz de proponerle un acercamiento sexual hasta esperar que
oficialmente fuese su esposa. Con la acidez y sinceridad que me
caracteriza le brindaba mi sabio consejo –Cómasela mijo, porque si no te
la comes tu se la come otro-. Su respuesta siempre fue la misma –No
Antonio, Flor no es así, ella es diferente-.
Tras dos largos años de un inmaculado
noviazgo, ambos fueron al altar y mi amigo Ernesto lucía radiante de
felicidad. Su vida era perfecta, llena de detalles, viajes al exterior,
lujos, risas y una aparente tranquilidad. Pero tan sólo seis meses
después todo se vino abajo como un castillo de naipes. Ernesto se
encontraba fuera de la ciudad por motivos laborales y su vuelo de
regreso estaba programado para la noche del sábado. Pero el viernes en
la tarde, habiendo culminado todas las tareas, adelantó su vuelo para
esa misma noche y de esta manera darle una agradable sorpresa a su amada
esposa.
Ernesto llegó a su casa caminando de
puntitas, sosteniendo en sus brazos un perfumado ramillete de azucenas
(la flor preferida de Flor) y cuando entró a su habitación la escena no
podía ser más grotesca. Flor se encontraba desnuda en posición de
misionero mientras Jhony, su antiguo novio, le hacía el amor de manera
salvaje.
Mi amigo entró en shock, dejó caer las
flores y de su boca salió con fuerza lo que su corazón quería expresar –
¿Flor, qué significa esto?-. La infiel y descarada esposa saltó de la
cama con una gracia felina. Mientras se tapaba sus partes intimas con
una cobija lanzó la trillada frase -Ernesto, no es lo que parece-.
Por su parte el joven Jhony, nervioso
por una reacción violenta del iracundo esposo, cogió sus tres chiros,
saltó por la ventana como diciendo –Con permisito dijo Monchito- y se
perdió con rumbo desconocido.
Ernesto no dudó un segundo y sacó a Flor
de su casa y de su vida para siempre. Llorando a moco tendido esa misma
noche me llamó para contarme lo sucedido, pero su desesperación le
impedía expresarse bien, sin embargo yo lo intuía. Nos encontramos en un
bar y tras narrarme los hechos con lujo de detalles me dijo –Antonio,
tenías razón, Flor es una puta de mierda-.
Mientras le servía de paño de lágrimas y
ahogábamos las penas con una enorme botella de aguardiente y
escuchábamos rancheras de despecho mi amigo lanzó un juramento al cielo
-Prometo vengarme de esto con todas las mujeres que se crucen de ahora
en adelante por mi camino-.
Y así fue, al fin de semana siguiente de
los cornudos hechos, la víctima se transformó en una persona
diferente. Cambió su clásica forma de vestir por una apariencia más
moderna y casual. Se hizo un nuevo corte de cabello y desde ese momento,
mujer que veía, mujer que seducía, conquistaba y llevaba a la cama para
luego desecharla como a un trapo viejo. El tierno, tímido y casto
Ernesto había muerto y nació un gigoló que no dejaba títere con cabeza.
Se “pasó por las armas” a vecinas, compañeras de trabajo, amigas de
infancia, rubias, morenas, altas, bajitas, flacas, gordas, pobres y
ricas. Todas sufrieron su desenfrenado y loco deseo de venganza.
Sus conquistas se volvieron una rutina.
El cazador (Ernesto), le ponía el ojo a su presa (la mujer de turno), se
acercaba a ella sigilosamente con una combinación perfecta entre
caballerosidad, seguridad extrema, malicia varonil y buen humor a lo que
ninguna presa dejaba de morder el anzuelo. Las invitaba a cenar a su
apartamento, el cual estaba perfectamente equipado para conseguir su
objetivo. Temperatura ambiente de 18 grados centígrados gracias a un
potente aire central, música Bossa Nova de fondo y un buen vino tinto
que Ernesto descorchaba con la destreza que le brindaba la experiencia
ante la mirada embelesada de su víctima. En la cocina, el mismo
preparaba unas suculentas pastas con salsa cuatro quesos y el postre
siempre se lo comía en su cuarto y generalmente lo llevaba la
acompañante entre las piernas. Al finalizar la faena de cada fin de
semana, las despedía y nunca más volvían a saber nada de él.
Ernesto se hizo cliente VIP de la
droguería de la esquina donde semanalmente se aprovisionaba del “kit del
amor” según sus propias palabras, que consistía en una caja de
condones, cuatro tabletas de Viagra y varias aspirinas para el día
después.
Su venganza se convirtió en obsesión y
como cualquier asesino en serie llevaba un inventario de toda sus
“fechorías” en una nutrida agenda. Las clasificó por orden alfabético de
la “A” a la “Z”. Había varias Martas, docenas de Marías, un puñado de
Carolinas y para completar el abecedario solo le faltaba una mujer cuyo
nombre empezara por la letra “W”.
Tras cuatro años de una vida mundana y
vacía, repleta de sexo casual y relaciones efímeras, el protagonista de
esta historia se empezó a aburrir y cierto día me manifestó sus
intenciones de rehacer su vida al lado de una buena mujer. Esta vez, el
nombre de la candidata a llevarse el trono debía empezar por “W” para
así poder cerrar un ciclo y algún día poder exhibir su agenda como el
mejor de los trofeos a no sé quien o quienes.
Le presenté a Carmen, una dama en toda
la expresión de la palabra, trabajadora y de intachable reputación.
También le programé cita con Vanessa, divorciada, independiente, de su
casa y como el dispuesta a rehacer su vida. Ninguna de ellas, ni otras
tantas que conoció cumplían su principal requisito y Ernesto continuó
divagando en los brazos de la lujuria ocasional sin poder construir una
relación seria y armoniosa.
Pero fue un sábado de Carnaval donde
todo cambiaría. Al salir de la batalla de flores y con avanzado grado de
licor en su cabeza, Ernesto me llamó para preguntarme que planes tenía.
Le dije que un grupo de amigos y amigas estábamos en un pequeño bar y
le hice extensiva la invitación para que se acercara y compartiera con
todos.
Media hora más tarde mi amigo entró al
bar y de inmediato cruzó su mirada con quien sería su media naranja. Las
pupilas de ambos se dilataron al máximo expresando el interés mutuo.
Poco a poco se fueron acercando y la escena parecía transcurrir en
cámara lenta sin que nada ni nadie participara de aquel mágico momento.
Cuando estuvieron cara a cara, al punto que cada uno podía sentir la
respiración del otro, noté su accidental encuentro y me acerqué para
presentarlos ya que ambos eran mis amigos. –Ernesto, te presento a
Wilmer. Wilmer, te presento a Ernesto-.
Lo de ellos fue amor a primera vista y hoy llevan una relación estable de más de tres años.
Hay quienes especulan diciendo que
Ernesto nació siendo homosexual y se escudó en un matrimonio ficticio y
otros dicen que el trauma que le provocó la infidelidad de Flor lo llevó
a los brazos de Wilmer. Cada quien lanza sus propias afirmaciones, lo
cierto es que Ernesto encontró su verdadera identidad y hoy vive feliz.
Antonio Javier Guzmán P.
ajguz@yahoo.com
Otros artículos del autor: http://anecdotascaribes.blogspot.com/