Una de las cosas que más recuerdo con
agrado de mi niñez es poder entrar en la noche al cuarto de mis padres y
dormir en la mitad de ellos dos. Me inventaba cualquier excusa con tal
de acostarme y sentir el calor y seguridad de su valiosa compañía. El
miedo a estar solo, algún dolor de garganta, una gripa o un simple deseo
de ser consentido era suficiente para que ellos me acogiesen en su
lecho nupcial.
Al sentir alguno de éstos “síntomas”
anteriores de inmediato me levantaba de la cama y caminaba a tientas en
la oscuridad de la noche como un cieguito que conoce cada centímetro del
espacio recorrido utilizando sus manos como el mejor de los radares.
Debo confesar que el trayecto se me hacía eterno y sentía pánico al
caminar solo por el pasillo de la casa bajo un silencio ensordecedor y
las tenebrosas tinieblas. Pero todo éste sufrimiento cobraba sus frutos
en el mismo momento en que llegaba a la habitación de mis padres, abría
la puerta y sin decir nada me escabullía entre sus sábanas hasta sentir
que sus brazos me rodeaban del puro y físico amor protector que sólo
ellos me sabían dar. Minutos después yacía nuevamente rendido en los
brazos de Morfeo y feliz por tan preciosa compañía. Algunas veces
amanecía con ellos, y otras inexplicablemente despertaba en mi
habitación extrañado por saber cómo fui a parar allí.
Al llegar a los 11 años todo eso cambió
radicalmente. En una oportunidad que pretendí hacer lo mismo de siempre
no pude lograr mi cometido gracias a que el seguro de la puerta estaba
puesto. Varios días seguidos lo seguí intentando pero con el mismo
resultado infructuoso. Desde ese momento se despertó en mi una terrible
curiosidad. ¿Qué estarían haciendo mis padres en su cuarto bajo llave?
Por mi cabeza pasaron mil cosas, la
primera de ellas es que mis padres ya no me querían. Cómo se acercaba mi
cumpleaños, con optimismo llegué a pensar que estaban planeándome una
fiesta sorpresa. También pensé que por error le pasaban seguro a la
puerta y con mucha malicia sospeché que podían estar viendo una película
para adultos.
Ninguna de las hipótesis era
sustentable: El cariño que me seguían demostrando mis padres pese a mi
constante mal comportamiento y deplorables notas en el colegio siempre
era de admirar. Lo de planear la fiesta también lo descarté rápidamente
porque resultaba inverosímil creer que esperaran la madrugada para tal
fin. De mi siguiente conjetura era creíble que involuntariamente una vez
cerraran la puerta, pero ¿todos los días? Y mi última sospecha fue
eliminada al recordar que para ese entonces solo teníamos dos canales de
T.V. cuya transmisión no podía excitar ni a la persona más lujuriosa.
Con todas mis teorías derrumbadas me
decidí a diseñar un plan para revelar su secreto. Una mañana me levanté
decidido, y sin crear sospecha alguna tomé el llavero de mi padre, saqué
la llave de su habitación y con mucha cautela la guardé bajo mi
almohada esperando a que terminara la jornada diaria para ejecutar mi
malévolo plan.
Ese día se me hizo más largo que de
costumbre. En el colegió no presté atención a ningún asignatura, en
recreo estuve totalmente distraído y no probé bocado al almuerzo. Todas
mis energías estaban enfocadas en cada una de mis instrucciones que
minuciosamente había trazado en un pedazo de papel y las cuales revisé
antes de irme a dormir.
Al fin llegó la hora de irse a la cama y
me tocó hacer un esfuerzo sobrehumano para permanecer con los ojos
abiertos. Esperé la madrugada pacientemente, serian aproximadamente las
dos de la mañana cuando me levanté según lo acordado. Caminé por el
pasillo, extrañamente no sentía miedo y me acompañaba un valor nunca
antes visto en mi persona. Estaba completamente decidido. Al llegar a la
habitación intenté abrirla sin usar la llave para darles una última
oportunidad a mis padres, pero como en los últimos meses me fue
imposible. Volví a mi plan y con sumo cuidado introduje la llave en la
cerradura y la giré muy despacio hasta sentir que había quitado el
seguro. Empujé la puerta lentamente hasta tenerla lo suficientemente
abierta para poder descubrir el secreto mejor guardado en mi familia.
Allí estaba yo, impávido, sudoroso y
totalmente arrepentido por revelar en vivo y en directo lo que ningún
hijo creería o querría saber. Dudo que ellos alcanzaran a notar mi
presencia, rápidamente y con el mismo sigilo cerré la puerta y me
devolví a mi cuarto con una imagen que aun no puedo sacar de mi mente.
En ninguna de mis hipótesis estaba lo
que mis ojos acababan de ver con asombro. Mis padres hacían el amor.
Pese a mi corta edad ya sabía lo que eso significaba, pero nunca se me
había cruzado por la cabeza que ellos también tuvieran relaciones
sexuales. Cuando mis amigos hablaban del tema yo pensaba –Todos hacen
eso, menos mis padres-. Pero la realidad era cruda y distante. Era
cierto, la cigüeña no me había traído. Mi existencia era fruto de una
fogosa y carnal relación.
Desde ese día no volví jamás a su habitación y se me hizo ley tocar la puerta antes de entrar a cualquier sitio.
*Espere el próximo Lunes: "Cumbre de Dominó"
Antonio Javier Guzmán P.
ajguz@yahoo.com
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