El queso
Era el último día de la quincena
y mis bolsillos se encontraban más limpios que el jopito del niño Dios. Camino
a la casa con mi hijo y mi esposa recordamos que nuestra nevera, además de tener
un par de arepas, parecía una fuente (pura luz y agua), por lo que debíamos detenernos
a comprar algo para la cena. Mi señora hurgó entre su bolso y encontró $4.000.
Con eso llegamos frente a la iglesia El Carmen donde se estaciona un tipo
vendiendo queso triple B (bueno, bonito y barato). Le pedimos una libra y
después de pesarla y empacarla nos dijo son $5.000. Estuve a punto de decirle
que le quitara un pedazo para que me vendiera solo lo que tenía pero mi esposa
encontró en unas monedas en el carro y pudimos completar la cuenta.
Al llegar a la casa, estacioné el
vehículo en el lugar que me corresponde y de inmediato me dispuse a cargar
todos los motetes que siempre cargamos: mi morral, el de mi esposa, el de
Lucas, varios juguetes y varias cosas más que en el momento no recuerdo. Lo
cierto es que llevaba las manos llenas mientras mis tripas se retorcían del
hambre.
Al llegar a la puerta del apartamento
dejé las cosas en el piso para poder abrir, recogí de nuevo las cosas y entré
tan rápido como pude seguido de mi esposa quien cargaba a Lucas que ya
descansaba en los brazos de Morfeo.
Tan pronto mi esposa dejó a Lucas
en su cama le dije “ponte pálida y prepárate las arepas que estoy que corto del
filo”. Hacendosa como siempre, ella sacó las arepas de la nevera y las puso en un
sartén. Cuando ya estaban casi listas me dijo “¿y dónde está el queso?”. –Deben
estar al lado de los morrales- contesté con el afán propio de nosotros los
hombres cuando tenemos el estómago vacío.
Después de un par de minutos de
búsqueda infructuosa escuché de mi esposa “ahí no hay nada”. Me cercioré por mi
mismo de lo que me decía mientras pensaba ya con un poco de mal genio
“juemadre, de seguro dejé la bolsa en el carro”. Bajé tan rápido como pude,
abrí el carro y por más que busqué no encontré el añorado queso. Subí
nuevamente para buscar dentro de cada uno de los morrales con la esperanza de
encontrarlo allí pero todo fue en vano, el queso no aparecía.
El mal humor, que tengo a flor de
piel por cierto, se apoderó de mí y empecé a subir el tono de la voz. Bajé por
segunda vez al carro sabiendo que no tendría fortuna y con más desespero que
atención abría cada una de las puertas del carro sin conseguir mi objetivo.
Como buen campeón mundial en
Juicios que soy, lo primero que se me vino a la cabeza fue que había dejado
olvidada la bolsa en el piso al momento de abrir la puerta y seguramente el
vecino, a quien me había topado al subir, la cogió y se la llevó para su casa.
No había otra razón posible, para
mí era más que claro que mi vecino era un vulgar oportunista ladrón de queso.
Simplemente una triste bolsa no se podía desaparecer por arte de magia en menos
de un minuto y dos pisos de una edificación. Confieso que estuve a punto de
tocarle la puerta a mi vecino y exigirle que me devolviera lo que se había
robado pero mi esposa me detuvo.
Finalmente me di por vencido y me
acosté emputado y para rematar, con hambre pues de la rabia no quise comerme la
arepa sola, como efectivamente lo hizo mi esposa.
Al día siguiente, al salir, me
topé con mi vecino y al verme éste me dijo –buenos días vecino, ¿cómo
amanece?-. ¿Qué tal?, el muy descarado tiene la vergüenza para poner la cara y
darme los buenos días. Yo, con mi boca cerrada, lo único que pude contestarle
fue con un gesto meneando mi cabeza hacia arriba y luego hacia abajo. La
verdad, lo que me provocaba era molerlo a puños por ratero pero recordé las
palabras de mi esposa y me contuve.
Tres días después de los tristes
hechos, me encontraba conduciendo mi carro cuando de repente sentí un olor
nauseabundo. Por un momento pensé que provenía de la calle pero después de
varias cuadras la peste continuaba por lo que me dispuse a detenerme. No hizo
falta contar con un agudo olfato para darme cuenta que el olor emanaba de la
guantera del carro. La abrí sabiendo lo que iba a encontrar. Si, era la bosa
con el queso en estado de descomposición. ¿Cómo vino a dar allí? No lo sé, tal
vez ese día, al momento de guardar el radio la puse allí por error, lo cierto
es que de inmediato me embargó el sentimiento de culpa por emitir un juicio a
priori sin argumentos de peso.
Muchas veces nos creemos dueños
de la verdad absoluta y el deseo de tenerla nos impide ver más allá de nuestras
narices. Esa noche pude elegir entre comer una sencilla arepa en armonía con la
compañía de mi fiel esposa o acostarme rabioso y con hambre. Desafortunadamente
opté por la peor de las opciones y no saqué ningún provecho de eso.
Ese día, le llevé de regalo a mi
vecino una libra de queso. Para él fue sin motivo alguno y quedé como todo un
príncipe. Para mi estaba más que claro que era para mitigar la culpa que aun
llevo.