martes, 15 de septiembre de 2015

El queso


El queso

Era el último día de la quincena y mis bolsillos se encontraban más limpios que el jopito del niño Dios. Camino a la casa con mi hijo y mi esposa recordamos que nuestra nevera, además de tener un par de arepas, parecía una fuente (pura luz y agua), por lo que debíamos detenernos a comprar algo para la cena. Mi señora hurgó entre su bolso y encontró $4.000. Con eso llegamos frente a la iglesia El Carmen donde se estaciona un tipo vendiendo queso triple B (bueno, bonito y barato). Le pedimos una libra y después de pesarla y empacarla nos dijo son $5.000. Estuve a punto de decirle que le quitara un pedazo para que me vendiera solo lo que tenía pero mi esposa encontró en unas monedas en el carro y pudimos completar la cuenta.

Al llegar a la casa, estacioné el vehículo en el lugar que me corresponde y de inmediato me dispuse a cargar todos los motetes que siempre cargamos: mi morral, el de mi esposa, el de Lucas, varios juguetes y varias cosas más que en el momento no recuerdo. Lo cierto es que llevaba las manos llenas mientras mis tripas se retorcían del hambre.

Al llegar a la puerta del apartamento dejé las cosas en el piso para poder abrir, recogí de nuevo las cosas y entré tan rápido como pude seguido de mi esposa quien cargaba a Lucas que ya descansaba en los brazos de Morfeo.

Tan pronto mi esposa dejó a Lucas en su cama le dije “ponte pálida y prepárate las arepas que estoy que corto del filo”. Hacendosa como siempre, ella sacó las arepas de la nevera y las puso en un sartén. Cuando ya estaban casi listas me dijo “¿y dónde está el queso?”. –Deben estar al lado de los morrales- contesté con el afán propio de nosotros los hombres cuando tenemos el estómago vacío.

Después de un par de minutos de búsqueda infructuosa escuché de mi esposa “ahí no hay nada”. Me cercioré por mi mismo de lo que me decía mientras pensaba ya con un poco de mal genio “juemadre, de seguro dejé la bolsa en el carro”. Bajé tan rápido como pude, abrí el carro y por más que busqué no encontré el añorado queso. Subí nuevamente para buscar dentro de cada uno de los morrales con la esperanza de encontrarlo allí pero todo fue en vano, el queso no aparecía.

El mal humor, que tengo a flor de piel por cierto, se apoderó de mí y empecé a subir el tono de la voz. Bajé por segunda vez al carro sabiendo que no tendría fortuna y con más desespero que atención abría cada una de las puertas del carro sin conseguir mi objetivo.

Como buen campeón mundial en Juicios que soy, lo primero que se me vino a la cabeza fue que había dejado olvidada la bolsa en el piso al momento de abrir la puerta y seguramente el vecino, a quien me había topado al subir, la cogió y se la llevó para su casa.

No había otra razón posible, para mí era más que claro que mi vecino era un vulgar oportunista ladrón de queso. Simplemente una triste bolsa no se podía desaparecer por arte de magia en menos de un minuto y dos pisos de una edificación. Confieso que estuve a punto de tocarle la puerta a mi vecino y exigirle que me devolviera lo que se había robado pero mi esposa me detuvo.

Finalmente me di por vencido y me acosté emputado y para rematar, con hambre pues de la rabia no quise comerme la arepa sola, como efectivamente lo hizo mi esposa.

Al día siguiente, al salir, me topé con mi vecino y al verme éste me dijo –buenos días vecino, ¿cómo amanece?-. ¿Qué tal?, el muy descarado tiene la vergüenza para poner la cara y darme los buenos días. Yo, con mi boca cerrada, lo único que pude contestarle fue con un gesto meneando mi cabeza hacia arriba y luego hacia abajo. La verdad, lo que me provocaba era molerlo a puños por ratero pero recordé las palabras de mi esposa y me contuve.

Tres días después de los tristes hechos, me encontraba conduciendo mi carro cuando de repente sentí un olor nauseabundo. Por un momento pensé que provenía de la calle pero después de varias cuadras la peste continuaba por lo que me dispuse a detenerme. No hizo falta contar con un agudo olfato para darme cuenta que el olor emanaba de la guantera del carro. La abrí sabiendo lo que iba a encontrar. Si, era la bosa con el queso en estado de descomposición. ¿Cómo vino a dar allí? No lo sé, tal vez ese día, al momento de guardar el radio la puse allí por error, lo cierto es que de inmediato me embargó el sentimiento de culpa por emitir un juicio a priori sin argumentos de peso.

Muchas veces nos creemos dueños de la verdad absoluta y el deseo de tenerla nos impide ver más allá de nuestras narices. Esa noche pude elegir entre comer una sencilla arepa en armonía con la compañía de mi fiel esposa o acostarme rabioso y con hambre. Desafortunadamente opté por la peor de las opciones y no saqué ningún provecho de eso.

Ese día, le llevé de regalo a mi vecino una libra de queso. Para él fue sin motivo alguno y quedé como todo un príncipe. Para mi estaba más que claro que era para mitigar la culpa que aun llevo.