martes, 15 de septiembre de 2015

El cura


 
 
Mi esposa y yo llevábamos aproximadamente siete años buscando un hijo de manera infructuosa. Habíamos seguido casi todos los consejos de cientos de doctores y amigos: tomar vacaciones, no pensar en eso, hacerlo un día si y el otro no, un día si y el otro también, la posición del misionero, el salto del tigre, el pájaro macuá, ella arriba y yo abajo, ella abajo y yo arriba, los dos arriba, los dos abajo, con luna llena, con luna nueva, con luna vieja, sin luna, a pleno sol cantando, inseminación artificial, inseminación real, fertilización in vitro, fertilización in situ, veladora a san Judas Tadeo patrono de los casos desesperado, oraciones al Divino niño, al viejo feo, la virgen Maria y a las putas de aguadas. Nada, absolutamente nada había servido y seguíamos sin poder concebir y ya nuestros ánimos y ahorros estaban claudicando.

Cierto día me encontré con una amiga, una de esas personas impertinentes que sin miedo ni asomo de vergüenza me preguntó -ajá, ¿y tu cuándo es que vas a tener pelao?-. Pese a que me provocó responderle ¿y a ti qué carajos te importa?, le dije la verdad, que simplemente no habíamos podido quedar en embarazo. Ella siguió con su retahíla de interrogantes y sin disimulo alguno me dijo -oye ven acá, ¿y quién es el del problema, tu o ella?-. Juro por Dios que tuve que recurrir al Tai Chi y la metafísica para no zamparle una cachetada pero nuevamente me contuve y le dije que hasta el momento no habían encontrado problema en ninguno de los dos, lo cual no significaba que no lo hubiese pero que la ciencia aun no encontraba la razón de nuestra infertilidad.


Después de escuchar las razones que nunca debí contarle me dijo que tenía la solución al  problema. –Imagínate que en la antigua carretera a Puerto Colombia, antes de llegar al Lago del Caujaral, todos los domingos da una misa un cura muy joven que tiene el don de curar a mucha gente y hasta hace milagros- me dijo con una voz propia de la más chismosa del barrio. En ese momento sus palabras me entraron por un oído y me salieron por el otro y finalmente nos despedimos.

Seis meses después regresaba de jugar tenis en el polideportivo de Monómeros, ubicado cerca a la ye de Puerto Colombia cuando justo después del Lago del Caujaral se formó un trancón de padre y señor mío. Lo primero que me imaginé fue tenía que ser a causa de un accidente, sin embargo al adelantar un poco vi que se trataba de una aglomeración de gente frente a lo que parecía una iglesia. De inmediato recordé las palabras de mi amiga y debo admitir que me picó la curiosidad por averiguar el motivo de tanta histeria colectiva.

Estacioné mi vehículo donde pude y me abrí campo entre la multitud hasta entrar al templo sin importarme que vestía de pantaloneta, gorra y tenis. Me acerqué hasta estar a solo unos metros del altar y me quedé allí de pie esperando a que empezara la misa. Luego de unos minutos que parecieron una eternidad salió el cura, tal como lo había descrito mi amiga: joven, cabello largo hasta los hombros, zapatos deportivos, varias pulseritas de cuero en su muñeca derecha y un reloj barato y de mal gusto en la izquierda.

La gente lo ovacionó como si hubiese salido una estrella de rock y el respondió haciendo la V de la victoria con sus dedos. Quise irme, pero al mirar hacia atrás noté que no cabía una aguja por lo que me resigné a quedarme escuchando la ceremonia, o el concierto, no sabía.

En medio de la ceremonia, donde escuché unas mil trescientas veces las palabras aleluya, milagro y amén, el particular cura invitó a todos los feligreses que quisieran sanarse para que el los curara con solo tocarlos. No había terminado de hacer la convocatoria cuando ya se había formado una fila india que salía de la parroquia. No tuve intenciones de hacer parte de la interminable cola y al contrario vi la oportunidad de salir de ahí como alma que lleva el diablo pero en el camino me encontré a mi amiga la imprudente quien emocionada al verme me dijo –ven, pásate adelante mío para que el padre te unja y te sanes-. Por más que intenté evadirme no pude y en vez de estar camino a mi casa descansando me encontraba haciendo una fila para sanarme de algo que ni siquiera sabía que tenía.

La fila caminaba lentamente, y al acercarme me di cuenta de lo que ocurría una vez se llegaba al altar. El cura decía unas palabras, le ponía sus manos en la cabeza al feligrés y de repente éste caía desmayado en el acto mientras un par de voluntarios lo recibían para que no se golpeara con el suelo. A medida que nos íbamos acercando, el altar parecía un tapete de cuerpos desparramados y en estado de shock. Recuerdo que en ese momento me dije –¡nojoda, este man es la verrr…!-.

Estaba muy nervioso pero pensé –ya que estoy aquí voy a aprovechar la ocasión y quien quita que salga hecho un toro y pueda preñar a mi esposa de una buena vez -. Llegó el turno del que estaba junto delante de mí y cayó como una papaya madura. Lo movieron hacia un lado y yo, todo tembloroso, di un paso adelante.

El cura elevó una corta oración, me tomó la cabeza con sus manos y me dio un pequeño empujón hacia atrás. Yo lo sentí, sin embargo no me desmayé y por el contrario estaba más despierto y alerta que nunca. Al ver esto, el presbítero repitió la escena pero esta vez el empujón fue un poco más fuerte. Perdí un poco el equilibrio pero del desmayo nada. Volvió a repetir el procedimiento elevando un poco su tono de voz y antes de empujarme por tercera ocasión escuché a mi amiga decirme al oído – ¡tírate marica, tírate!-.

Por supuesto que me tiré y caí en los brazos de los dos fortachones que ya sudaban a cántaros, no estaba dispuesto a ser el único aguafiestas. Me ubicaron en el piso y con mis ojos entre abiertos veía a los demás “desmayados” (si, entre comillas) reponerse de su “trance”. Me levanté de ahí y corrí como un atleta de cien metros planos con obstáculos buscando la salida. Al llegar a mi carro me prometí nunca más volver a un evento de ese tipo.

Un año después de los peculiares hechos mi esposa me daría la gran noticia de que estaba embarazada. No creo que el cura haya tenido que ver algo en dicho acontecimiento y respeto a todo aquel que crea en esa clase de actos, lo cierto es que gracias a eso aprendí que no hay pócimas milagrosas, rezanderos divinos o médicos infalibles. En cambio, si existe la fe, llámese como se quiera llamar, el saber esperar y tener claro que el tiempo de Dios es perfecto.

@ajguzman