jueves, 17 de septiembre de 2015

La inducida


Marcela era una paisita preciosa que vivía cerca a mi casa por allá en los años noventa. Lindas piernas, nariz fileña, cabello lacio de color negro azabache y curvas interminables. Pero tenía un único y gran defecto, le gustaba el pipí más que la comida. Tipo que veía y le gustaba le ponía el ojo y se lo comía. Suena un poco tosco pero esa era la realidad. Eso si, el susodicho debía ser apuesto o en su defecto tener plata.

Por esa época mis hormonas revoloteaban más que de costumbre y cualquier día al apreciar la belleza de Marcela me propuse llevarla a la cama. Pero como no contaba con ninguno de sus dos requisitos, simplemente ella no me daba la hora. Sin embargo no me di por vencido y utilicé cada una de las estrategias de conquista que hasta ese momento conocía.

En una fiesta de un amigo en común me la encontré y literalmente le eché toda la perrera completa. Para ganarme su amor la llené de piropos, le dije que era una mujer especial y le prometí el cielo y la tierra con tal de probar las mieles de su cuerpo. Ella se sintió halagada, ya que hasta ese momento todos la buscaban solo para hacerle la vuelta y listo, pero según lo que escuchaban sus oídos yo sería diferente y mantendríamos un noviazgo serio con intenciones de culminar en el altar.

Esa noche, la de la fiesta, si bien me premió con un tierno beso no me lo dio. Tampoco el fin de semana siguiente ni el de más arriba. Mientras ella se encarretaba en nuestra relación yo seguía con la única idea de que me lo diera y punto. Cierto día me dijo que pese a que ella sabía que había llevado una vida promiscua me sería fiel por el resto de su existencia.

Pasado tres semanas de relación llegó lo que finalmente buscaba. Solos en la casa de mis padres no hubo razón para decirme que no. Antes de entrar en acción recordé el historial de amantes de mi amiga y debo confesar que tuve miedo de contraer una enfermedad venérea y por supuesto un embarazo no deseado por lo que de inmediato me llevé mi mano a la billetera y saqué un viejo preservativo que guardaba allí para casos especiales, como ese por ejemplo.

La falta de experiencia en esos menesteres de ponerme el látex tubular me hizo dudar de cómo colocármelo pero con la ansiedad y éxtasis que tenía lo puse como pude y le hice el amor durante una hora seguida. Está bien, fue solo media hora. Bueno, siendo honesto, no pasé de los quince minutos. Es más, si hago memoria creo que no pasaron diez minutos cuando yo ya descansaba mientras Marcela veía un chispero.

Lo más raro del asunto fue que cuando me iba a levantar no encontré el preservativo usado. Encendí la luz del cuarto y lo busque por todos los rincones sin contar con suerte. Marcela me ayudó en la búsqueda pero todo fue en vano y el condón nunca apareció. Mi amiga me miró con cara de preocupada y me dijo –yo creo saber dónde está-, y sin titubeo alguno se introdujo sus dedos índice y anular en su vagina. Los movió de arriba abajo, de derecha a izquierda y nada. La pequeña funda fina y elástica brillaba por su ausencia.

Con esa curiosa anécdota di por terminada la relación y al día siguiente le dije a Marcela que lo nuestro no tenía futuro por lo que debíamos seguir siendo amigos y finalicé, con tal de no hacerla sentir tan mal, con ese famoso cliché que cita –no eres tú, soy yo-. Pese a que ella estaba acostumbrada a cambiar de novio como de cartera, esta vez todo había sido diferente y le dio duro el rompimiento. Tanto así que antes de cortar me dijo –si antes lo repartía bastante, de ahora en adelante no dejaré títere con cabeza-.

Y así fue, al día siguiente de los hechos ya tenía con quien revolcarse en cualquier esquina y se podría decir que de ahí en adelante la pobre Marcela reventó más huevo que los calderos de Luruaco. Yo en el fondo cargaba con un sentimiento de culpa, pero tampoco estaba decidido a seguir mi vida con alguien a quien no amaba.

Marcela se mudó, yo me casé y pasaron al menos cinco años sin verla. Cualquier día me encontraba descansando en mi hogar cuando recibí una visita de la Policía Nacional de Colombia. Primero me alarmé pero luego me tranquilicé pensando “el que nada debe, nada teme”. Me dijeron que me necesitaban urgente en el aeropuerto internacional Ernesto Cortissoz de Barranquilla para hacer unas declaraciones.

-¿Declaraciones?-, pregunté extrañado, mientras caminaba hasta la camioneta blindada de los militares. -Si señor, tenemos retenida a la individua Marcela Rodríguez y usted está implicado en un grave delito-, contestó el policía con voz seca y enojada.

El corazón me latía a mil por hora y seguía sin entender el porqué de la acusación que me hacían. Llegamos a una oficina donde tenían a Marcela pero ella no podía verme. Detrás de un vidrio veía como le hacían unas preguntas y ella contestaba temerosa.

Luego de un rato uno de los oficiales se presentó y me dijo –Soy el agente Pérez, jefe de la Unidad Antinarcóticos de la Policía Nacional de Colombia, la ciudadana Marcela Rodríguez al parecer lleva un paquete de droga en su cuerpo y ella nos dijo que usted podría explicarlo-.

Me mostraron el video de donde la metían en un scanner de cuerpo completo donde se veía que llevaba una masa inducida en su vagina. Le dieron algo de tomar para expulsarlo y salió un preservativo lleno de una masa blanca que parecía ser droga. La llevaron al laboratorio y cuando el tipo volvió con los resultados nadie podía dar crédito al contenido del mismo. Había más de 250 muestras de semen de diferentes hombres y una de ellas, la primera, la que estaba en la puntica del preservativo era mía. El hallazgo le dio un giro dramático a la investigación y Marcela y yo fuimos incriminados por tráfico ilegal de espermatozoides.

Seis meses encanado y otros tres de prisión domiciliaria pagué por un crimen del cual me costó comprobar mi inocencia. Todo por un polvo de cinco minutos.

Antonio Javier Guzmán P.