jueves, 17 de septiembre de 2015

Mi primer amor


Rondaba los catorce años pero lo recuerdo como si fuese ayer. Hasta ese momento de mi vida nunca había sentido atracción física por una mujer, o al menos es lo que recuerdo. Todo mi interés se centraba en patear un balón de fútbol y jugar con mis amigos de barrio. Pero todo cambió el día en que conocí a María. Ella era hermosa, alta, trigueña, de cabello rebelde, nalgas redondas y busto escaso pero en perfecta armonía con su escultural cuerpo. Pese a que me doblaba la edad no vi impedimento alguno para enamorarme perdidamente de ella desde el primer momento en que la vi.

María trabajaba como enfermera en la casa de mi vecino Andrés atendiendo a su abuelo en sus últimos días de vida. Siempre buscaba una excusa con tal de irme a la casa de mi amigo y poder verla. Mi timidez y corta edad me impidieron acercarme a ella y decirle lo mucho que me gustaba pero ella lo sabía y me provocaba con movimientos sensuales de su larga cabellera y el vaivén de sus protuberantes caderas.

Así pasaron varios meses, contemplándola sin abrir mi boca, hasta que cierto día mi amigo Andrés se acercó y me dio una excelente noticia, -María cumple años este domingo y celebrará su natalicio con un sancocho en su pueblo natal (Sabanalarga) y me ha pedido expresamente que te invitara pero que por favor no le falles-. ¡Imagínense!, no podía estar más contento y creo que hasta brincaba en un solo pie con escuchar semejante buena nueva.

Llegado el domingo, día de su cumpleaños, me puse mi mejor gala: botines Reebok de color blanco, jean Marithé François Girbaud y una camiseta rosada doble costura y tubular comprada en los almacenes Azúcar. Dejé caer todo lo que quedaba del perfume Santos de Cartier de mi padre y con la bendición de mi madre, Andrés y yo tomamos rumbo a Sabanalarga city.

Cuando llegamos a la casa de María pude ver que no había nadie. Me pareció bastante extraño pero mi compañero me daría una noticia que cambiaría mi existencia. –María está loca por ti y quiere que le hagas el amor hoy mismo-. ¿Cómo?, ¿María?, ¿loca por mí?, ¿Qué le haga el amor?, ¿hoy mismo?, repetí como un autómata. Mis oídos no daban crédito a lo que acababan de escuchar pero mi mente y mi corazón gritaban de júbilo.

-¿Dónde está ella?- le pregunté a Andrés y añadí –quiero verla, abrazarla, besarla, amarla, casarme con ella si es necesario-.

-Cálmate Anto, ella solo quiere que le eches un polvito y ya, no quiere ninguna clase de compromiso. Te está esperando como Dios la trajo al mundo en la habitación del fondo y me ha pedido que dejes toda tu ropa aquí y entres a hacer lo tuyo sin tanto titubeo.- me confesó mi amigo por lo que debo admitir que me sentí un poco decepcionado pero la excitación que me causaba el solo hecho de tener a María en mis brazos me hizo desparecer cualquier pensamiento negativo de inmediato. Además, pensé para mí, tal vez cuando termine de amarla quiera seguir conmigo, dándome palmadas de alivio y esperanza.

Caminamos por un pasillo largo y estrecho hasta llegar a la mencionada habitación. –Desvístete- me dijo Andrés en tono imperativo y una sonrisa maliciosa en su cara. Yo accedí temeroso, mis latidos se incrementaron de un solo tajo y la adrenalina corría por todo mi cuerpo. Una vez estuve adentro mi amigo cerró la puerta.

La habitación estaba completamente a oscuras por lo que no podía ver nada. Intenté buscar el interruptor de la luz pero fue en vano. Empecé a pronunciar su nombre, primero en voz baja y luego fui subiendo el tono al no recibir respuesta. –María, María, María, soy yo, Antonio, el vecino de Andrés-. Sentí un movimiento dentro del cuarto pero ella no respondía. Caminé a tientas hasta donde creía que provenía el ruido que seguía escuchando. De repente, me tropecé con una gran masa de carne y pelo tieso y retrocedí en el acto, asustado por saber qué era eso con lo que me había chocado. Finalmente, a las mil y quinientas, encontré un botón en la pared y una lúgubre luz se encendió.

María no estaba allí, pero si en cambio había una burra amarrada a la ventana, un pequeño banco, y una soga en el piso. Sorprendido con el singular descubrimiento me devolví en el acto para salir de la habitación pero la puerta estaba cerrada con cerrojo por fuera. Le grité a Andrés a todo pulmón –Ábreme nojoda, esta me la vas a pagar, aquí no está María, lo que hay es una burra.- Andrés se reía a carcajadas y me respondió -Yo te dije que era María, pero olvidé decirte que su apellido era Casquitos y no pienso abrirte hasta que te la comas. Vuelvo en un par de horas-.

Mi día, que empezó de maravillas, se había ido al piso y era presa de una fuerte broma de un mal llamado amigo y ahora estaba encerrado con una burra en una habitación con un calor indescriptible. Intenté tumbar la puerta con todas mis fuerzas pero al contrario de poder abrirla lo que había logrado era sudar a cántaros hasta que me di por vencido.

-¿Y ahora qué hago?, ¿será que me tocará comerme a la burrita?- Hasta ese momento siempre había escuchado la fama de nosotros los costeños con estos animales pero nunca había estado tan cerca de semejante locura. Mientras tanto la burra me miraba como si supiese que estuviese hablando de ella. Al verla me dije –No, ni a bala me como yo a ese animal tan feo. Una burra no podrá ser la dueña de mi virginidad-. Es más, ni aun queriendo, como hago para que al menos se me pare. No, definitivamente no puedo.

El tiempo pasaba a cuenta gotas y empecé a sentir que el aire me faltaba. Solo habían pasado quince minutos por lo que pensé que no llegaría a una hora allí encerrado antes de caer en una claustrofobia extrema.

Luego de pensarlo cien veces me decidí a realizar la tarea con tal de salir de la habitación lo más pronto posible. Me acerqué hasta la burra y todo tembloroso le puse una mano en el lomo al animal. La burra se movió y alcanzó a tirarme una pequeña patada. Vi la soga en el piso y deduje que era para amarrarle las patas. El pequeño banco por supuesto era para subirme en él y alcanzar a la burrita. Andrés era un experto en la materia y había pensado en todo.

Mientras le amarraba las patas no podía creer que fuese capaz de hacerlo pero estaba decidido. Ahora bien, una cosa fue decidirme y otra totalmente diferente pensaba mi órgano reproductor que se encontraba totalmente flácido y decaído. De esa manera la tarea sería más que imposible.

De repente se me vino una idea a la cabeza. – ¿Y qué tal si cierro mis ojos y pienso que es María, la enfermera, y desahogo todo el frenesí que tenía guardado para ella?-. Así lo hice, la sobé con la mayor ternura posible con mis ojos cerrados pero el fuerte olor del animal me impedían concentrarme y quien debía despertar seguía plácidamente dormido.

Seguí sobando a la burra montado en el banquito y de repente y sin saber cómo, fruto del cansancio, me quedé dormido recostado y abrazando al animal. Al caer rendido empecé a soñar con María, la enfermera.

En mi sueño ella estaba en ropa interior y se quitaba sus diminutas prendas al son de un saxofón que sonaba de fondo. Era perfecta, no le faltaba nada, no le sobraba nada. Era una diosa en todo el esplendor de la palabra. El sueño continuaba y yo era el dueño de los acontecimientos. La hice caminar hacia mi y al llegar me puso sus manos en mi entre pierna. Se recostó en una cama decorada con sábanas de satín y con voz seductora me dijo -¡Hazme tuya!-.

Me disponía a hacerle el amor de manera fogosa cuando un fuerte ruido me despertó de mi fantástico sueño. La puerta estaba abierta y allí estaba María, la enfermera, viéndome impávida junto a la burra, bañado en sudor y con mi miembro apuntando al cielo. A su lado estaba Andrés quien se doblaba de la risa.

No hubo poder humano que le hiciese cambiar a María la idea de que yo me había comido a la burrita. Para ella era, y lo sigo siendo, un “mama burra”. 

Desde ese día, por alguna extraña razón, cada vez que veo a una enfermera se me viene el olor de la burra a mi mente y recuerdo aquella fatídica anécdota.

De esa manera las Marías, la enfermera y la “Casquitos", se habían convertido en mi primer amor. Y el primer amor nunca se olvida.

Antonio Javier Guzmán P.