Era la primera navidad de mi sobrino Camilo.
Con sólo un año de vida ya era la alegría de la familia entera. Sus
primeros pasos, pilatunas y adelantos diarios en su desarrollo llenaban
de felicidad a todos los que estábamos cerca de esa pequeña masa de
cachetes y llanticas Michelin. Su sonrisa podía convertir el peor de tus
días en un momento único y como por arte de magia hacer que tu mundo
cambiara.
Todo giraba en torno a él, y su primera
navidad se convirtió en todo un reto para sus padres, abuelos, tíos y
primos. Todos queríamos darle el mejor regalo con tal de ganarnos el
cariño de Camilo. En mi calidad de tío y siendo mi primer sobrino,
estaba matado con él y quería llevarme todo su afecto. Les propuse un
reto al resto de la familia diciéndoles que mi regalo sería el preferido
de Camilo y los demás serían plato de segunda mesa.
Desde ese momento me dispuse a la
búsqueda del mencionado obsequio. Visité los grandes centros comerciales
y cualquier cantidad de locales. A pesar de que había juguetes
llamativos y novedosos ninguno llenaba mis expectativas. Yo quería algo
único, original, divertido y sencillamente espectacular. Continué
explorando sin desfallecer y ésta vez hurgué en la red. Allí la oferta
desbordaba mi capacidad de análisis. Pude encontrar artículos
tecnológicos de vanguardia a precios irrisorios lo que me despertó la
sospecha de su originalidad y por lo tanto no quise correr semejante
riesgo.
Por fin hallé una página en Estados
Unidos, líder en ventas on-line y de excelente reputación. En ella,
después de ver miles de objetos, encontré el regalo perfecto para
Camilo. Era un hermoso carro negro de unos 50 centímetros de alto y casi
un metro de largo. Fácil de manejar, batería eléctrica recargable,
luces delanteras y traseras, sirena con distintos sonidos y puerto USB
para poner a sonar la música que quisiera. Mejor dicho, era la maravilla
china. El costo del carrito superaba por mucho mi presupuesto pero hice
un esfuerzo sobrehumano con tal de ver la cara de satisfacción de mi
sobrino, o más bien la mía al haberle ganado el reto a mis familiares.
Después de un tortuoso procedimiento de
pago con mi tarjeta de crédito a 36 meses (el golpe fue duro), lo último
que tuve que sortear fue encontrar un alma caritativa que me trajera el
encarguito (ver link) desde el país del tío Sam.
Hasta que no tuve la caja con el carro
en mis manos no respiré tranquilo. Estaba completamente convencido,
Camilo caería rendido a mis pies luego de ver el regalo de su tío Anto.
Ya me lo podía imaginar manejando su carro por toda la casa y en los
parques cercanos soltando su peculiar carcajada y dejando relegados el
resto de regalos de la familia.
Para cerrar con broche de oro, hice
envolver la caja en papel regalo con motivos navideños y en el centro un
gran moño que coronaba lo que sería el regalo ideal para Camilo.
Cuando llegó la noche buena me sentí
ansioso. No estuve concentrado en la celebración de la Novena y me
resultó infructuoso saborear la cena que parecía deliciosa. Solo podía
pensar en el momento de la entrega de aguinaldos. Una vez ahí, todos,
junto al árbol de navidad, empezamos la entrega como es costumbre
popular. Los regalos de Camilo abrieron la entrega. –De los abuelitos
para Camilo- se escuchó decir de primero. El salió raudo con su gracioso
caminado, trastabillando se abrió camino entre el mar de gente, recibió
su aguinaldo, por instrucción de su madre le dio un beso a los abuelos y
segundos después rompió el papel. El contenido era una pinta completa
de ropa compuesta de un par de medias, un interior, un pantalón y una
camiseta colorida. Su inocencia no le permitió disimular su descontento y
temo confesar que a mi se me dibujó una sonrisa en el rostro.
Acto seguido llegó el turno de la tía
Carmen. Un complejo rompecabezas fue el juguete elegido por ella. Tan
pronto lo vi me reí por dentro diciendo –ja, ja, ja, a quién se le
ocurre regalarle un rompecabezas a un niño de un año- Sobra decir que
Camilo casi ni miró el regalo.
Para alegrar al pobre niño que ya
parecía resignado continuaron sus padres quienes hicieron un esfuerzo
económico para comprarle un Play Station Portátil (PSP). Camilo, dueño y
conocedor de la tecnología como buen hijo del siglo XXI, lo abrió y su
cara se iluminó mientras que parecía que no quería saber nada más del
regalo que faltaba, el mío. De inmediato caminé hasta la gran caja y
dije en voz fuerte –Para Camilo de su tío Anto-. Camilo tiró su PSP y se
abalanzó sobre la caja que le superaba en tamaño. Le costó trabajo
deshacerse de la envoltura pero su cara era la premonición de que
encontraría el regalo perfecto.
Al fin consiguió abrirla, como pudo sacó
el carro y su mirada irradió una felicidad nunca antes vista. Estaba
empezando a gozar de mi victoria cuando repentinamente Camilo dejó a un
lado el carro y giró su cabeza hacia donde estaba ubicada la caja. Se
trepó en una silla y se metió en la caja de cartón. Eso le pareció lo
máximo. Sus risas se escuchaban por cada rincón de la casa mientras le
decía todos “puja, puja” tratando de insinuar que lo empujáramos.
A un lado quedó la ropa, el
rompecabezas, el PSP y el lujoso carro con luces, sonidos y efectos
especiales. La simple caja de cartón se llevó todos los honores y se
convirtió en el mejor regalo para Camilo.
Esa noche mi sobrino me dio una gran
lección. El cariño ni se compra ni se vende en ninguna tienda. El cariño
se gana compartiendo tiempo y afecto día a día todo el año, y en el
caso de Camilo empujando su divertida caja.
Antonio Javier Guzmán P.
ajguz@yahoo.com
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