jueves, 24 de septiembre de 2015

El trofeo



Tenía trece años. Esa mañana me encontraba ansioso. Por la tarde jugaría la final de un importante torneo de fútbol en la cancha del barrio El Carmen de la ciudad de Barranquilla y estaba a solo un tanto por debajo del goleador del torneo, mi compañero y amigo Steven quien se encontraba lesionado y por ende se perdería de dicho encuentro.

Llegada la hora, nuestro técnico, Darío (papá de Steven), nos dio las últimas indicaciones para la formación contra el equipo revelación del torneo. Sin embargo, nosotros éramos los favoritos y como tal saldríamos a arrasar con ellos.

Y así fue, a tan solo diez minutos del primer tiempo ya había marcado un gol (un golazo si se me permite decirlo con la mayor humildad del caso) de tiro libre que nos ponía de campeones y a mi empatado como máximo anotador del torneo.

Pero el equipo rival tenía lo suyo y nunca se entregó, antes por el contrario se volcó a nuestra área en busca del tanto pero el grito de gol se vio ahogado gracias a las habilidades felinas de nuestro arquero Jesús. 

Así terminó el primer tiempo y el segundo comenzó de la misma manera. Nuestros contrincantes no se daban por vencidos y siguieron atacando con más desespero que orden. En un contragolpe llegué al área chica y cuando me disponía a patear frente al arquero me derribaron a lo que el juez central no dudó en pitar la pena máxima. De inmediato me levanté, tomé el balón y lo puse en el centro para disponerme a cobrar el penalti que nos convertiría en campeones y en lo personal llevarme el trofeo de goleador.

Antes de tomar impulso el juez de línea levantó la banderola y el árbitro central me detuvo en el acto. Busqué el motivo de la interrupción y me di cuenta que mi compañero Steven, cojeando por su rodilla, se disponía a entrar al partido. De inmediato me pregunté -¿y por quién va a entrar?-. Al ver la tarjeta con el número 10 (el de mi camiseta) no lo podía creer al igual que la mayoría de los presentes.

Quise evitarlo a toda costa pero no tenía otra salida, el técnico del equipo había tomado una decisión y ya no había vuelta atrás. Estaba claro que no quería que su hijo perdiera el trofeo de goleador por lo tanto me sacó a mi, quien jugaba un partido excelente y me encontraba en óptimas condiciones físicas. Al salir de la cancha su hijo, apenado, bajó la mirada y siguió su camino hasta el punto penal.

Steven tomó impulso y sacando fuerzas corrió hasta el balón y convirtió. Ganábamos dos a cero y parecía que ya teníamos el título asegurado pero rápidamente el rival sacó ventaja de jugar contra un equipo que prácticamente tenía un hombre menos ya que nuestro técnico había agotado todos los cambios y Steven solo lograba caminar por toda la cancha.

Cinco minutos más tarde vino el descuento y mi equipo se vino abajo. Lo demás fue pan comido y los goles del empate y triunfo del rival no se hicieron esperar. De un claro triunfo pasamos a una estrepitosa derrota que sentenció el pitazo final del juez central.

La premiación del torneo se celebraría de inmediato pero yo me fui de allí llorando a moco tendido. Dos horas antes había llegado con dos sueños y ambos se me habían desvanecidos por un acto de mala fe de una persona. No me quedaría a ver como nos entregaban una medalla de segundones y ver a mi amigo Steven alzar su trofeo bajo la mirada cómplice de su ruin padre. ¡Ni de vainas!

Al llegar a mi casa me encerré en mi cuarto a seguir llorando. Ni las sabias palabras de consuelo de mi padre podían frenar la rabia e impotencia que sentía en ese momento.

Cuando la noche caía escuché el timbre de mi casa, unos minutos después mi papá se acercó a mi alcoba y tocando la puerta me dijo que me buscaban. Abrí, y allí se encontraba mi amigo Steven. Al verlo quedé sorprendido, ya que no me lo esperaba pero sobre todo porque sostenía en sus brazos el trofeo de goleador. Antes de que el pronunciara palabra alguna pensé -¿acaso viene a restregarme el pinche trofeo?-, pero no podía estar más equivocado y por el contrario mi amigo pronunciando palabras entrecortadas me dijo –toma, es tuyo, tú te lo ganaste, tú eres el verdadero goleador. Mi papá me obligó a entrar a jugar y no pude convencerlo de hacer lo contrario pero me arrepiento de haberlo hecho-. Me entregó el trofeo sin yo poder decir nada, me dio un corto abrazo y se marchó sin dar ni esperar más explicaciones.

Ese día, a mis cortos trece años, me di cuenta que existe gente mal intencionada y mala leche, pero también pude ver que existe gente leal y honesta que pueden alegrar tu vida con un simple gesto de hermandad. Hoy, a veintinueve años de sucedidos los hechos me sigo encontrando con ambas clases de personas. La clave está en alejarse de los primeros sin que logren afectarte y valorar a los segundos como un preciado tesoro.

Antonio Javier Guzmán P.