martes, 22 de septiembre de 2015
El justiciero sin capa
Después de pagar un recibo de teléfono en las instalaciones de Metrotel, salí caminando a buscar mi carro que había dejado estacionado cerca de allí. Cuando me disponía a cruzar la calle miré hacia la carrera 57 (de un solo sentido) y al ver que no venían vehículos seguí mi camino cuando de repente sentí que una moto que venía en contra vía estuvo a punto de arrollarme.
Mi reacción inmediata fue soltar un madrazo a todo pulmón, pero no un simple “hijueputa”, que así le decimos a todo el mundo y hasta de cariño, lo que salió de mi boca con la mayor vocalización del caso fue “¡oye, HIJOOO DE PUUUTAAA!
A unos veinte metros el tipo se detuvo y manoteando me respondió balbuceando un sin número de soeces a las que yo también le respondí alterado y todavía asustado por saber que casi me dañan el caminado. Es decir, el tipo tras de infringir las normas de tránsito se sintió ofendido por un madrazo justo y merecido. Eso me enfureció aún más y desde la distancia le lancé una frase retadora -¿Qué te pasa marica?, si quieres devuélvete-.
Pues sépanlo amigos, que el tipo se devolvió a toda velocidad y me tiró la moto encima, pero gracias a la poca habilidad que todavía conservo pude esquivarlo. Acto seguido, el fulano que tenía como 1,9 m de estatura, fornido y no más de 30 años, se bajó de la moto y cuadrándose como Kid Pambelé con sus brazos en guardia me dijo –Ven, repíteme de frente lo que me acabas de decir-.
Siendo el dueño de esta historia, y sin testigos que refutarme, pudiera decirles que le repetí en su cara el madrazo y luego lo molí a puños, pero la verdad, la triste y pura verdad, y lo digo con la mayor vergüenza del caso, es que me le cagué al tipo y cuando éste avanzó un paso hacia mí, yo retrocedí dos. Y cuando avanzó dos yo retrocedí cuatro. Finalmente, cuando le dije “no voy a pelear contigo, no tengo por que hacerlo” el motorizado tomó su casco, se subió en su moto y se fue victorioso al saber que me había hecho, literalmente, comer mis palabras.
La experiencia me dejó traumatizado y con muchos interrogantes en mi cabeza. No creo que el tamaño de mi rival hubiese sido el único motivo para evadir esa pelea, de igual manera con uno de mi estatura no creo que estuviese dispuesto a darme trompadas en plena vía pública por un acto de intolerancia de ambas partes.
Está claro, yo tenía la razón en estar molesto, pero, ¿y qué gané con mentarle la madre al tipo?, ¿qué hubiese pasado si en vez de quererse dar muñeca conmigo el sujeto estaba armado con una pistola y me la descarga sin decir palabra?, o ¿qué hubiese pasado si decido pelear con él?, si él me ganaba, yo perdía, y si yo “ganaba” también perdía.
En ese momento me di cuenta de que últimamente me la paso juzgando todo lo que me molesta, queriendo hacer justicia, cambiar lo que no se puede cambiar, tratando de corregir lo que no puedo ni de la manera que debo. Y hacer eso, cuando no tienes una capa de súper héroe ni un par de huevos de humano con que enfrentarlo, es una tarea imposible y un desperdicio de energías.
Contar hasta diez (o hasta cien en mi caso) no es fácil en estos casos, pero indiscutiblemente pude comprobar de primera mano (casi que de mi primer puño) que la otra opción es mucho peor. Como dice una amiga metafísica “Ohmmmmmm”.