Cuando tenía quince años mi vida transcurría entre el colegio, jugar fútbol e ir al gimnasio. Tener un cuerpo musculoso se había convertido en una obsesión para mi, y para ello me inscribí en un modesto gimnasio ubicado en el barrio Boston. Dicho centro deportivo para ese entonces se llamaba Cuerpos y era administrado por sus propietarias, un par de hermanas caleñas de alrededor de unos treinta años, catanas pero con todos sus papeles en regla.
Para asistir a esas jornadas de hierros y neuronas nada mejor que contar con un partner, y el mío era un vecino de nombre William Gómez, quien además de su compañía me compartía su conocimiento en el tema y el apoyo necesario para realizar una repetición de más o subirle de peso a cada ejercicio en aras de conseguir la tan anhelada meta de rellenar las camisetas y poder presumir los bíceps ante mis pocas amigas de entonces.
Nuestro medio de transporte era el carro del papá de William, una lancha tipo bati-móvil cuyo modelo puedo asegurar no superaba el año 65 pero que lo conservaba como del año en curso. Cuando no contábamos con su vehículo nos tocaba “bucéfalo” corrido, ruta 3 de ida y Caldas Recreo de regreso. Éste último lo tomábamos a solo una cuadra del gimnasio, . Allí nos sentábamos en un bordillo de una casa grande y con la arquitectura propia del barrio Viejo Prado: dos columnas, techo alto y puertas y ventanas de madera con un pequeño balcón.
En cierta ocasión, allí sentados en el bordillo, llegó a esa casa una hermosa jovencita que no llegaba a los 17 años. Su piel canela parecía recién salido de una playa paradisiaca y sus piernas eran dignas de una atleta de alto rendimiento, gruesas y torneadas pero sin restarle feminidad. Bastó verla pasar una vez para quedar encantado con su belleza y gracia juvenil. Ese día la contemplé hasta que entró a su casa pero mi timidez me privó de decirle al menos un “buenos días”.
Desde ese momento ella se convirtió en mi mayor motivación para ir al gimnasio y ya los músculos, que por cierto nunca aparecieron, pasaron a un segundo plano. Ahora lo mejor de la jornada era la salida y espera del bus en el mencionado e incómodo bordillo.
Muchas veces la vi llegar en su uniforme del colegio, otras tantas en shorts y rodilleras por lo que supe que jugaba Voleibol y algunas más vestida de civil. Cualquiera que fuese su ajuar alimentaba mi fantasía, pero nunca logré saber si al menos ella notaba mi presencia.
Pasó el tiempo, y por cosas del destino, mi amigo William empezó a trabajar y yo ingresé a la universidad un año después por lo que nuestros horarios nos imposibilitaron seguir asistiendo al gimnasio y de paso poder continuar deleitándome, así fuese de lejos, de la belleza y energía que irradiaba la joven que ya se había convertido en mi amor platónico.
Dicen que el tiempo lo cura todo, y en mi caso no fue la excepción y la niña que vivía en la casa del bordillo pasó a ser solo un lindo recuerdo. Con mucha fe guardaba la esperanza de que Dios tendría reservado para mi a alguien igual o mejor que aquella morena de ojos negros y mirada penetrante.
Y así fue, 7 años más tarde (ya tenía 22), en mi primer día de trabajo en el hoy extinto Banco de Colombia conocí a una compañera quien con su cariño, alegría y carisma me dejó flechado al instante. Pasaron varias semanas antes de invitarla a salir pero finalmente me decidí. Ella aceptó y me dijo que pasara por ella a su casa el sábado a eso de las 8 pm.
Ese día me puse mi mejor gala y dejé caer todo el perfume que pude sobre mi cuerpo. Mis padres me prestaron su carro, un Renault 18 Break rojo, y al llegar a su casa no podía estar más sorprendido y mis ojos no daban crédito a lo que estaban viendo. Lo primero que reconocí fue el bordillo, el mismo bordillo que un tiempo atrás me había servido para esperar el bus de Caldas Recreo y que a la vez me permitió deleitar las pupilas con una linda colegiala. Si, por cosas de Dios o del destino, el viejo chucho no solo me había enviado una mujer igual a esa joven sino que me había premiado con ella misma.
Toqué la puerta y ella salió. Como si fuera poca la coincidencia de ese reencuentro ella estaba vestida exactamente con los mismos colores que mis prendas de vestir. ¿Acaso necesitaba saber algo adicional para tener la certeza de que ella sería la mujer de mi vida?
El resto de la historia la mayoría lo sabe. Seis años después se convertiría en mi esposa y llevamos 14 años de casados con un bonus track de un maravilloso e inquieto niño de tres años.
Han sido 20 años juntos, 20 años de buenas y malas experiencias pero siempre caminando juntos de la mano, 20 años aprendiendo uno del otro, 20 años intentando tolerar y aceptar nuestros defectos (que son montones por cierto), pero sobre todo 20 años agradeciendo a Dios por poner ese bordillo en mi ruta y a ella en mi camino.
Antonio Javier Guzmán