viernes, 20 de febrero de 2015

¡Papá, no te vayas!


¡Papá, no te vayas!
 
Toda la vida había tenido el deseo de tener un trabajo que me brindara la oportunidad de viajar, conocer muchas ciudades, países y personas. Hace aproximadamente dos años el sueño se me cumplió y casi todas las semanas tomo un vuelo para un destino diferente viviendo en cada uno de ellos múltiples experiencias que me han enriquecido como persona y como empleado.
Pero, siempre hay un pero, no todo es color de rosa y, como reza el famoso slogan del Carnaval de Barranquilla, “Quien lo vive es quien lo goza” y solo el que desempaca una maleta en su casa para armar a los dos días otra sabe lo que significa vivir entre aeropuertos, comida de hotel y lo más difícil, estar lejos de la familia.
Haciendo referencia a esto último, siempre había pensado que mi hijo de tres años manejaba muy bien el tema de mis viajes. Cada vez que regreso me espera con un abrazo y con una sonrisa pícara siempre me pregunta “papá, ¿qué me trajiste?”. Por supuesto que siempre le llevo algo, afortunadamente todavía está en la edad en que cualquier baratija le emociona y yo me aprovecho de eso con tal de verlo feliz. Pero hace unas semanas ocurrió algo diferente que me partió el corazón en pedazos.
La semana anterior a los hechos no viajé por lo que durante esos días, y siempre que estoy en la ciudad, lo baño, lo visto, le doy el desayuno, lo llevo al colegio, lo llevo al parque y jugamos todo el tiempo. Todo eso hizo que nuestra conexión se incrementara y él se apegara más a mí. Cuando llegó el día de viajar nuevamente la cosa se puso color de hormiga. El “adiós papá, que te vaya bien”, se convirtió en un llanto intenso, cogiéndome de las piernas y gritando a todo pulmón “¡papá, no te vayas!, quédate conmigo”.
Confieso que quise mandar mi trabajo a la mierda y quedarme en casa con mi hijo, pero sabía que no me podía dar ese lujo. Las cuentas por pagar siguen llegando y los compromisos siempre están a la orden del día. En lugar de eso, hablé con él y le dije que debía irme pero que como siempre regresaría en un par de días y le traería un hermoso juguete. Él siguió llorando desconsolado. Estaba claro, esta vez no quería un regalo, lo que realmente deseaba era quedarse con su papá.
Como pude me solté y me fui. Se que hice lo correcto, o al menos tengo claro que no me iba a rumbear o a tomar con mis amigos, me estaba yendo a cumplir con mi trabajo, el mismo que me está dando para darle el sustento diario a mi familia. Sin embargo no dejé de cuestionarme. ¿Qué tanto dinero necesita un hijo para crecer feliz?, ¿acaso el amor no sería suficiente?, ¿le crearé un trauma a mi hijo por mi ausencia?
Ninguna de las respuestas tuve el valor de respondérmelas, lo que si tengo claro es que debo aprender a aprovechar al máximo los días en casa. Debo aprender a mantener la conexión incluso estando lejos. Debo aprender a inculcarle el valor de la responsabilidad, pero sobre todo, debo aprender a valorar cada momento juntos por corto que sea.
Antonio Javier Guzmán P.