jueves, 17 de septiembre de 2015

La bruja



Era mi ultima noche en la ciudad de Bogotá tras una semana larga y agotadora de trabajo. Al caer la noche y con un hambre atroz decidí salir a buscar algo de comida. Entré a un supermercado y mientras caminaba viendo las vitrinas repletas de alimentos tropecé con alguien haciéndole caer todo lo que llevaba en su canasta. Apenado por mi torpeza, mientras me disculpaba de inmediato me agaché para ayudar a recoger las cosas regadas por el piso cuando me di cuenta que la dueña de los artículos era una señora de unos setenta y tantos años y un aspecto que metía miedo. Vestía toda de negro, muchos collares y pulseras de colores y una especie de velo cubría parte de su cabeza. Me impresioné al verla y ella lo notó y por más que puse cara de apenado la señora no hizo el menor intento por disimular su molestia. Terminó de recoger sus cosas y sin quitarme la mirada de encima pero sin pronunciar palabra alguna se fue a la caja a pagar su compra.

Con algo de intriga seguí mi recorrido y finalmente me decidí por un sándwich y un jugo natural en el mismo supermercado. Pasada una hora del suceso con la señora ya había terminado de cenar y el hecho habría quedado en una simple anécdota, pero al salir del almacén me la topé nuevamente de frente mientras caminaba en sentido contrario al mío. Cuando nos cruzamos, ella parecía estar discutiendo sola pues nadie la acompañaba. No pude evitarlo y me volteé a verla con tan mala suerte que ella había hecho lo mismo. Al encontrarse con mi mirada lanzó unos gemidos y unas palabras que parecían ser en otro idioma y su cara denotaba un odio visceral hacia mi persona. Agaché mi cabeza como acto de sumisión y seguí caminando al tanto que mi corazón quería estallar y un escalofrío terrible invadía todo mi cuerpo. Solo al doblar la esquina pude notar que la extraña señora había dejado de gritarme.

Asustado por el hecho caminé directo a mi hotel y me refugié pensando en lo tenebrosa que puede llegar a ser la capital en cualquier rincón donde te encuentres.

Al día siguiente tenía mi vuelo bien temprano y no se por qué razón mi despertador no funcionó. Tarde me metí a la ducha y el calentador no funcionó por lo que me tuve que bañar con agua como recién sacada del congelador. Al hacer el check out en el hotel ninguna de mis tarjetas funcionaban por estar la red caída. A las mil y quinientas pude pagar y salí raudo al aeropuerto para no perder mi vuelo pero todo fue en vano ya que los trancones de Bogotá hicieron su aporte. 

Dos horas después y habiendo pagado una multa de $100.000 por tomar otro vuelo me subí en el avión rumbo a Barranquilla. Le pedí un café a la azafata y al entregármelo el avión se sacudió y todo su contenido quedó regado en mi ropa.

No siendo suficiente con lo que me había sucedido hasta ese momento, al llegar a Barranquilla bajé a buscar mi maleta pero ésta nunca llegó. Mi día estaba siendo espantoso y apenas eran las 11 de la mañana. Hice el tramite correspondiente para que al llegar mi maleta me la llevaran a la casa y salí de ahí echando chispas. De inmediato se me vino a la cabeza la señora con cara de bruja de la noche anterior y me cuestioné –¿será que esa vieja me hizo alguna especie de maleficio y por eso me pasan estas cosas?-.

Tomé mi taxi pensando en el hecho y no llevaríamos diez minutos de camino cuando al carro se le estalló una llanta. Hijueputa, la vaina es en serio, me dije. Al parecer tendré que recurrir a un experto exorcista para que me quite esta saladera.
Me bajé del carro a ver en que podía ayudar al chofer y pasó otro carro como alma que lleva el diablo y al meterse en un hueco lleno de agua sucia me dejó literalmente bañado. Del hotel había salido oliendo a perfume y ahora mi ropa emanaba un mezcla de fétidos aromas entre café barato quemado y agua estancada de un caño.

No cabía duda, lo que la bruja balbuceaba era un conjuro que estaba dando un perfecto resultado. Empezaba a sudar frio pensando en todo lo demás que me pudiera pasar cuando al acercarme a mi casa vi la cabecita de mi hijo asomada en la ventana esperándome y al verme se le iluminó la cara y gritó –mamá, mamá, ya llegó papá de viaje-. Entré rápidamente y mi hijo me dio un abrazo, un beso y me entregó un dibujo que había hecho mientras me esperaba (ver foto). A su lado, mi esposa hizo lo propio y me esperaba con un suculento almuerzo (arroz, carne y tajada. Cuando llevas una semana comiendo en hoteles y restaurantes nada mejor que ese menú). El postre me lo daría minutos más tarde en nuestro lecho de amor aprovechando la siesta de Lucas.

Hasta ahí llegó mi mal día. 

Es cierto que existen las energías negativas, es cierto que existe mucha gente mala con deseos de que nos vaya mal, pero más allá de unos hechos fortuitos me pude dar cuenta de lo afortunado que soy al tener una familia que me espera y que me quiere. Y eso no tiene nada que ver con el azar, ha sido un regalo del viejo Chucho que no tiene precio.

Antonio Javier Guzmàn P.