sábado, 31 de diciembre de 2011

Mi blog y los lectores


Ya pasaron dos años desde mi primer post en El Heraldo titulado “Una noche de Insomnio”. Hasta el momento llevo 60 entradas y más de 44.000 visitas en mi blog personal http://anecdotascaribes.blogspot.com/. Gracias a ellas he vivido múltiples experiencias, algunas buenas y otras no tanto, pero que sin lugar a dudas me han dejado gratas sensaciones en este ejercicio ameno de escribir.

Entre lo rescatable y más agradable están los cientos de correos que he recibido de lectores de muchos países (Estados Unidos, Italia, Venezuela, España, Argentina, Alemania, Chile, Bolivia, Canadá y hasta la misma China) donde me expresan su agradecimiento por evocarles viejos recuerdos de nuestra amada Barranquilla y su idiosincrasia caribeña de una manera jocosa. Algunos han tenido el atrevimiento de compararme con grandes escritores, cosa que no deja de sorprenderme, pero que a la vez mí querida esposa y editora me pone el polo a tierra recordándome la realidad de las cosas. Cada uno de esos lectores que siempre se toman unos minutos para dejarme sus comentarios acerca de mis entradas son una de mis principales motivaciones a seguir escribiendo. No pretendo ganar ningún premio de periodismo, mi objetivo siempre será arrancarles una sonrisa en medio de este mundo que cada vez está más loco y estresante.

Gracias a mis ocurrencias he recibido invitaciones de lectores (a los que ya considero mis amigos) a pasar desde vacaciones en Milán, Beijing y Caracas con todos los gastos pagos, hasta compartir bordillo en Barranquilla al son de unas buenas frías para hablar largo y tendido (léase “hablar mierda”). También tengo un club de fans femenino conformado por varias lectoras quienes se autoproclaman como la fan numero uno o como la presidenta activa de dicho grupo. Algunas me expresan abiertamente que me quieren conocer y se podría deducir que hasta me han echado los perros. Lo que no se imaginan es el mal genio que poseo y lo aburrido y tímido que puedo llegar a ser en persona, así que lo mejor es que me sigan idealizando de lejos para que no se lleven una gran decepción.

Para conseguir balancear las cosas y de paso equilibrar mi ego también recibo muchos comentarios desaprobando mi manera de escribir, como por ejemplo cuando tuve la osadía de echarle vainas a los hinchas colombianos del Barcelona, o cuando me metí en camisa de once varas al hacerle una “Diatriba a los fumadores”. Mi bandeja de correos se llenó de insultos e improperios del más grueso calibre y a mi señora madre no dejó de zumbarle la oreja por varios días. Aunque tengo lectores fieles que me defienden y discuten con esos que reprochan mi forma de escribir, yo gozo con cada comentario (bueno o malo) y mi fórmula para mantener una estabilidad emocional es no tomarme a pecho ni los insultos, ni los halagos.

Algunos tienen la intriga de saber si recibo alguna retribución económica por esto. Para todos ellos les dejo claro que mi mayor recompensa es saber que puse un granito de arena para alegrar un momento de sus vidas y de paso les informo que aún no recibo un mísero peso de parte de El Heraldo. En mi blog personal devengo la astronómica suma de U$0.001 centavos de dólar por cada clic que el visitante hace sobre la publicidad pautada en mis entradas. Hasta el momento llevo ganados casi diez dólares y cuando me llegue el primer cheque creo que me volveré loco y lo derrocharé sin pensarlo. Si quieres ayudarme a convertirme en “millonario” haz clic aquí. Definitivamente esto de escribir es puro amor al arte.

La mayoría desea saber si en realidad me pasan tantas cosas a mí o es pura ficción. Mis entradas son una combinación de experiencias propias, ajenas, y algo o tal vez mucho de imaginación. Para que tenga gracia y el lector se sienta identificado conmigo generalmente me pongo de protagonista en la historia y este pobre pecho es el que siempre recibe todas las desdichas que puedan existir. De esta manera aclaro que sigo siendo pobre y no me gané el Baloto (todavía me escriben solicitándome ayuda económica), no estuve a punto de ahogarme en un arroyo, pero que quede claro que SI jugué con Valenciano. Lo de si soy feo ya les tocará decidirlo el día que me vean en vivo y en directo, pero según mi mamá soy todo un galán de telenovela.

Últimamente estoy melancólico y esto se refleja en mis escritos, tal vez sea la época navideña o quizás porque está cerca a llegarme el período. No lo sé, pero no se preocupen, mis mejores artículos llegarán el próximo año… y los peores también

Después de hacer reír a unos, ofender a otros, después de recibir muchos piropos, halagos y varios madrazos agradezco a cada una de las personas que han leído alguno de mis artículos y a los que se toman la molestia de escribirme cada semana.
Toda esta parafernalia no es más que para desearle a ustedes un 2012 lleno de mucha lectura, risas, éxitos y bendiciones.

Reciban un abrazo caribeño de mi parte.
Antonio Javier Guzmán P.
ajguz@yahoo.com
Mi Twitter: @AJGUZMAN

martes, 27 de diciembre de 2011

El triunfo de la fe



Desde que tengo uso de razón soy juniorista hasta los tuétanos, pero debo reconocer que hace varios años perdí la llama que enciende la pasión dentro de mí por animar al equipo rojiblanco. Tal vez por el bajo nivel del futbol colombiano en general o quizás para no sumarle a mi estado de ánimo una decepción más a los constantes fracasos del balón pie colombiano.

Empezando las finales del torneo que acabó de culminar admito que fui uno de los principales detractores del Junior. Hablé mal de su nomina, de su medio campo, de su irregularidad y hasta del mismo arquero Viera a quien tildé de mediocre.

En los octavos de final frente a Chicó cuando el equipo perdía 0-2 en el inicio del primer tiempo ratifiqué todo lo que pensaba, pero el equipo sacó garra y logró empatar el marcador avanzando a la siguiente ronda. Sin embargo, mi pesimismo y ganas de criticar pudieron más que la felicidad de ver al equipo en las semifinales.

El partido contra Millonarios en Bogotá fue como un espaldarazo a mi pensamiento negativo y poca fe. Si, lo admito, yo fui uno de los que puse en mi estado de Facebook y Twitter frases como “se los dije”, “no se quejen, ese es nuestro equipo, esto es lo que hay”, “tranquilos, tres goles no son nada, en Barranquilla nos pueden meter cuatro”. Todos mis contactos se desparramaron en improperios en mi contra tildándome de anti juniorista, ave de mal agüero y otros calificativos de grueso calibre. Para mí, era increíble que la gente todavía creyera en una remontada y me resultó hasta cómico ver los pronósticos de 4-0 a favor y la trillada frase de “si se puede” mientras yo pensaba “todo el que piensa así no tiene ni la más mínima idea de futbol”.

Mi negativismo, poca fe en el equipo o en cualquier cosa me impedían darme cuenta que ese grupo estaba para grandes cosas y que además se sintió herido por personas que como yo se burlaron del equipo y lo daban por muerto. Capítulo aparte merecen los noticieros de la capital quienes ya daban por descontado una final cachaca y hablaron pestes del equipo tiburón. Todo esto funcionó como un par de banderillas en el onceno tiburón, tornándolo más brioso pero sobre todo actuando con suma humildad y pundonor deportivo.

Llegó el día del partido de vuelta contra Millonarios y ahí estaba yo nuevamente frente al televisor, mi corazón quería que el equipo ganara pero mi razón decía todo lo contrario. Con el Metropolitano a reventar los primeros minutos fueron de dominio pleno del visitante y varias oportunidades de gol me hacían presagiar el acabose, pero los de casa no bajaron los brazos y con un soberbio gol de Juan David Valencia a los doce minutos ponían a soñar a los barranquilleros con una goleada. Tímidamente celebré el gol al mismo tiempo que pensaba “de seguro nos terminarán faltando los 50 centavos para el peso”. A mi lado, mi esposa y mi cuñada no dejaban de decir “si se puede, vamos por el segundo”… y el segundo llegó a los 13 minutos después con una espectacular palomita de Vladimir Hernández. Si, el pequeño David (Vladimir) venció a Goliat (Cichero).

Para el segundo tiempo me uní a las plegarias y empecé a creer en una remontada histórica. Pero el equipo embajador no estaba dispuesto a regalar nada y continuó en la búsqueda de una anotación que alejara las posibilidades de la hazaña. En varias ocasiones se ahogó el grito de gol mientras toda Barranquilla pujaba por el tercero para igualar la serie. Al minuto 65 llegó en una asociación perfecta entre Bacca y Giovanni Hernández para una definición de categoría de éste último.

Así culminaron los noventa minutos con la serie empatada a tres tantos. La tarea principal se había realizado. Estando al borde de la final sería más dolorosa una derrota pero ya estaba impregnado de quinientos pesos de positivismo y pensaba “el triunfo es del Junior”. Bastó un penal atajado por Viera y cinco cobros impecables para pasar a definir el título y callar la boca de comentaristas del interior, hinchas del Millonarios, su prepotente técnico y por supuesto la mía.

Estando en la final decidí acallar mi desesperanza y apoyar al equipo sin condiciones. Al enterarme que sorpresivamente el rival sería el Once Caldas sabía que el título sería más duro de lo esperado. Por la red vi una imagen clara de una mujer embarazada y en su abdomen decía “la séptima estrella se viene, pero tenemos que parirla”. Y vaya que fue un parto doloroso y de trillizos. Para seguir con la tortura, se empezó perdiendo 0-2, pero nuevamente el equipo sacó la casta y logró remontar hasta un 3-2 donde hubo varias oportunidades de convertir más tantos para ir con un mayor ventaja a Manizales.

El partido de vuelta fue a muerte, con un Once Caldas ofensivo que encontró respuesta en un Junior bien plantado y con un excelente esquema técnico y táctico donde indiscutiblemente se vio la mano del “Cheché” Hernández y un Viera que sacó de todo.

El resultado todos lo conocemos, a pesar de la alegría inmensa que sentí no salí a celebrar. Tras el titulo me quedaba fácil subirme en el bus de la victoria y gritar a los cuatro vientos “Junior tu papá”, pero no lo hice, me daba vergüenza hacerlo. Nada tuve yo que ver con el triunfo, esta estrella es de la nómina completa que sudó la gota gorda, nunca bajó la guardia y mantuvo la confianza y fe en el Ser supremo y de todos aquellos que creyeron en el equipo pese a las constantes adversidades y soportar las ofensas de casi todo un país.

Mi pensamiento sobre el nivel del equipo no ha cambiado mucho, sigo creyendo en su irregularidad, en que tiene enormes fallas en la defensa y medio campo defensivo. Sin embargo este campeonato me enseñó que debo ser más leal y hacerle más caso al corazón, pero sobre todo a nunca perder la fe y tener claro que para Dios nada es imposible.

Por esto la dedicación del plantel fue con una sobria camiseta que rezaba “La gloria es para Cristo”. Si bien tengo claro que Cristo no patea los penales, ni ataja los goles del rival, El le dio a este pequeño grupo la sabiduría y fuerza para hacerlo concediéndoles una estrella que será recordada por todos sus seguidores como el triunfo de la fe.

Antonio Javier Guzmán P.
ajguz@yahoo.com



miércoles, 21 de diciembre de 2011

Mi aventura con las hermanas Williams


Ese martes 22 de noviembre era poco prometedor y aburrido. La soledad y yo nos hacíamos compañía mutuamente. Mientras pensaba en los huevos del gallo recibí una llamada que cambiaría el resto de mi día y tal vez de mi triste existencia.

Era mi gran amigo Ernesto, un alto funcionario de una empresa de eventos encargada de traer a Colombia, grandes artistas y deportistas de talla mundial quien con voz estresada me dijo -necesito que me saques de un apuro urgente, las hermanas Williams llegan dentro de una hora al aeropuerto José María Córdoba de Rionegro para un juego de exhibición que harán mañana, y la limosina que habíamos contratado se varó, no conozco a nadie más en Medellín por eso te ruego que me salves el pellejo, mi puesto depende de ti, por favor consigue un buen carro y ve a buscarlas-.
Intentando engañarlo le dije una mentira que ni yo mismo me creí -Ernesto, que pena, pero la verdad estoy sumamente ocupado-.
El de inmediato agregó -te pago lo que sea necesario-.
Fingiendo que estaba ofendido por su propuesta le alegué -bueno, lo haré, pero que quede claro que no es por el dinero, todo sea por ayudar a un amigo-.

Créanme que intenté a toda costa buscar un carro cómodo y amplio, pero el tiempo y mis pocas amistades hicieron la tarea imposible y la única solución fue buscarlas en mi pequeño Twingo.

Así llegué al aeropuerto José María Córdoba y tras una larga espera fruto del retraso por mal tiempo en Bogotá, arribaron el par de morenazas que lideraron durante varios años el circuito femenino de tenis mundial. Me presenté con mi inglés muellero y su única respuesta con cara de pocos amigos fue “We are starving”, que traducido al costeño sería “tenemos tronco de filo”. Pensé en llevarlas a un restaurante elegante pero el más cercano se encontraba a por lo menos cuarenta minutos y temí que ese par de camastronas sufrieran de canibalismo y comieran “costeño a término medio”.

Sin ningún asomo de pretensión se sentaron en el Kokoriko del aeropuerto y cada una se empacó un pollo frito con papas a la francesa. Ya con el estómago lleno empezaron a sonreírme y pensé -esa risita se les quitará de la cara tan pronto vean mi carro-.
Pero para mi sorpresa ellas lo tomaron por el lado amable, Venus (la mayor y más alta, 1.85 metros) se fue en la parte trasera y llevaba las piernas estiradas en la banca. Serena (la menor y más bajita, 1.8 metros) se fue adelante conmigo y las rodillas le llegaban a sus orejas. Sus maletas y raquetas las coloque en el techo del carro amarradas con una cuerda que siempre cargo en el baúl para casos de emergencia. Éste sin duda era uno de ellos.

Llegamos al Hotel Intercontinental, se registraron de inmediato y cuando me disponía a irme me agarraron de un brazo cada una y me dijeron en un español básico y mal pronunciado -llévanos a rumbear-.

¿A dónde demonios lleva uno a un par de gringas en Medellín un martes a las 9:00 pm? Haciendo unas cuantas llamadas de rigor a mis escasos contactos el lugar elegido fue Kukaramakara en el exclusivo sector “Milla de Oro” en el barrio El Poblado.

Como era de esperarse, en el sitio habían tres pela gatos, pero eso no fue obstáculo para las tenistas quienes se apoderaron del sitio pidiendo una champaña Viuda de Cliquot con un precio aproximado de dos millones de pesos cada botella. Yo pensaba –hijuemadre, con esa plata pago todas mis deudas y hasta me alcanza para comprarle aguinaldos a toda mi familia-. Pero tenía que verlo por el lado positivo, ahí estaba yo sin un peso en el bolsillo, tomando una de las mejores champañas del mundo junto a un par de celebridades.

A medida que las hermanas se iban entonando se volvían más melosas conmigo. Mi encanto latino estaba dando resultado sin proponérmelo, pero por dentro pensaba -maldita sea, porque no vinieron Ivanovic y Sharapova-.

Serena, la más frentera y entrona me tocaba más que disco bueno en carnavales. Venus por su parte, algo recatada, me hacía ojitos y me dejaba ver todos sus dientes. -Este huevo quiere sal- me dije, con un poco de suerte y otra botella de esas hoy cumpliré dos de mis fantasías sexuales: estar con dos mujeres a la vez y hacer el amor con una mujer de raza negra.

Al pedir la segunda botella de la costosa champaña el barman se me acercó y me dijo que esa era la única que tenían en inventario por tener poca rotación. -Fresco- le dije y agregué -tráete una de André y la envasas en la Viuda de Cliquot vacía, estas viejas con la pea que tienen no notarán la diferencia-. Así lo hizo y al cabo de cinco minutos dejó el patuleco licor.

Serena se empinó la botella y bailaba sobre la mesa un disco de música tecno mientras me la halaba a mí de un lado a otro como a un mismo muñequito de trapo y Venus seguía lanzándome miradas furtivas y besos al aire.

Tomé un descanso para ir al baño y estando allá le dije a “mi amigo”, -prepárate, hoy tienes un gran trabajo, no me hagas quedar mal-. Pedimos la cuenta al tanto que yo sudaba a cantaros rezando para que ellas cancelaran lo adeudado. Al llegar la factura hice lo que es debido, llevar mi mano al bolsillo trasero y simular que iba a sacar mi billetera. Al ver mis intenciones ambas me dijeron -don´t worry, we´ll pay the bill-. En ese momento me volvió el alma al cuerpo, yo ya me hacía lavando platos durante varios meses para pagar las dos botellas o canjeando mi fiel Twingo como parte de pago.

Lo que no sabía es que ellas tenían planeado cobrarme esa cuenta en especies al llegar al Hotel. Entramos a la habitación y sin encender las luces, solo con la poca claridad que brindaba una hermosa luna llena, pude apreciar como las hermanitas se desvestían con una gracia y agilidad digna de una estríper. Sus dientes iluminaban parte del cuarto gracias a un blanqueamiento extremo mientras yo titiritaba del frio y los nervios.

Cuando me disponía a servirles de Adam a ese par de Evas achocolatadas encendieron la luz haciendo que me cohibiera aun más de lo que ya estaba. Acto después me dijeron -muéstranos lo que tienes-. Recordé que lo que tenía eran unos interiores con dos enormes huecos que me servían de calefacción para que no se me fritaran los huevos así que decidí bajarme ambas prendas de vestir (interiores y jean) al tiempo para no pasar una vergüenza.
Pero no me escapé del escarnio y tan pronto me vieron como Dios me trajo al mundo ambas tenistas rieron a carcajada batiente doblándose de la risa y hablando una jerga neoyorkina propia del Bronx por lo que no pude entender palabra alguna.

Luego, con el ceño fruncido y de una manera tosca me explicaron que no estaba “lo suficientemente equipado” para complacerlas así que se vistieron tan rápido como pudieron y me despidieron apuntando la salida y diciendo –cuando salgas, cierra la puerta-. Cogí mis tres chiros y me disponía a salir con mi moral y orgullo hecho migas cuando agregaron con voz despectiva -mañana nos recoges bien temprano para ir al partido de exhibición-.

Al día siguiente las recogí my puntual como pidieron y ambas salieron en sus prendas deportivas, tal cual como las conocía por T.V. pero en mi mente todavía estaba viva y fotografiada la imagen de la noche anterior. Me saludaron como si nada hubiera sucedido, pero pensándolo bien eso fue lo que pasó, nada de nada.

Antes del partido hicieron una pequeña rueda de prensa donde las entrevistaron y dieron unas respuestas a nuestros magníficos y gloriosos periodistas. -Serena, ¿estás contenta de venir a Colombia?- Preguntó el primero de ellos. –Siempre soñé con visitar este hermoso país, su gente y sus paisajes son espectaculares- respondió ella con una sonrisa algo fingida. –Venus, ¿qué recuerda de sus encuentros con Fabiola Zuluaga?- preguntó otro inocente reportero. –Eran partidos muy duros, ella era muy talentosa, siempre lo daba todo en la cancha y había que esperar a que bajara su nivel para poderle ganar-.

Pura diplomacia meliflua y babosa diría Alvarito Uribe, ojalá y respondan así cuando les pregunten acerca de mi. –Hermanas Williams, ¿qué recuerdan de su acompañante en Colombia, Antonio Guzmán?-. –Todo un caballero, nos invitó y pagó cada uno de nuestros antojos, tiene porte de atleta de 100 metros planos, baila como los dioses y en la cama nos dio cátedra del Kamasutra-. Soñar no cuesta nada.

El partido jugado entre ambas fue más aburrido que el preliminar entre las glorias del tenis colombiano Mauricio Hadad y Miguel Tobón y a las dos se les veía la cara de aburrimiento en pleno juego quienes no veían la hora de devolverse a su encopetado país de Mickey Mouse.

Mi amigo Ernesto, quien ya se encontraba en Medellín, me preguntó si sabía algo del motivo de su estado de ánimo y yo le respondí –No tengo la más remota idea, yo las dejé en el Hotel tal como me pediste, aquí está mi número de cuenta para que me consignes lo de la limosina-. Ernesto tomó el papel y se fue echando chispas dudando de cada una de las palabras que habían brotado de mi boca.

Al terminar el partido, me acerqué a su camerino a despedirme de ellas ya que mi labor había concluido (Ernesto se haría cargo del resto del traslado de las hermanas). Les dije me disculparan todo lo malo y que siempre recordaría esos días con su compañía. Ellas, con su característica diplomacia me respondieron sonrientes –Nosotras también te recordaremos con mucho cariño, te llevaremos siempre en nuestro corazón, aquí tenemos tu numero de celular, te llamaremos desde cada rincón del planeta-.

Miro mi teléfono una y otra vez y aun no recibo una llamadita. Me pregunto tratando de disculparme -¿será que lo anotaron bien?-.

Antonio Javier Guzmán P.
ajguz@yahoo.com
Mi Twitter: @AJGUZMAN

martes, 13 de diciembre de 2011

El Pan Peao


Don Álvaro era un simple trabajador en una pequeña empresa donde se desempeñaba como soldador. Hace nueve años la firma prescindió de sus servicios sin decirle por qué y lo despidió con un cheque proveniente de su merecida liquidación.

Precavido como siempre, Don Álvaro guardó ese dinerito como un tesoro mientras conseguía otro empleo digno que le ayudara a subsistir. Los días y los meses pasaron y el trabajo nunca llegó obligándolo a tomar recursos de su liquidación para poder comer. Desesperado por la situación y sabiendo que de esa forma pronto se acabarían sus ahorros, tomó la decisión de comprar un horno de segunda, un par de cestas grandes y una bicicleta.

 Aprovechando que su esposa terminaba un curso de panadería en el Sena inició su pequeño negocio de preparar y vender pan por los polvorientos barrios de Barranquilla. Todas las mañanas su esposa amasaba, moldeaba y horneaba los panes más frescos y deliciosos para que don Álvaro saliera en las tardes en su oxidada bicicleta con el fin de sacar adelante su familia a punta de pedalazos.

 Hoy, y como hace casi nueve años, don Álvaro espera el comienzo de la caída del sol para salir en su velocípedo, cargando mogollas, piñitas, panochas, tostadas, pan de sal, de molde y de mantequilla ( ver video aquí). Vestido de gorra del Junior, camisa desgastada por el uso y un jean con el logo de su antigua empresa del cual lleva su bota amarrada con un elástico para evitar enredarse con la cadena, pedalea al ritmo de Lucho Herrera montado en su caballito de acero y en cada cuadra hace sonar su corneta de aire para que su asidua clientela salga alegre y le haga el pedido diario. Ese sonido se ha hecho más famoso que el de los camiones de la empresa transportadora Coordinadora y con solo escuchar el “beep-beep” de su bocina ya la gente sabe que es él.

 Muchas de las ventas que hace son fiadas y las anota en un cartón de cigarrillos Marlboro con un pequeño lápiz que sostiene entre su oreja y la gorra. En cada cuadra tiene varios acreedores que le deben varios miles de pesos y cuyas cuentas infla al ritmo del dólar.

“Ey pan”, le grita la gente, mientras detiene su bicicleta y la sostiene en un bordillo con un pedal, abre la bolsa que cubre las canastas y saca el alimento elaborado con harina, agua y sal para el deleite y disfrute de toda su clientela. “Regálenos la receta” le piden algunos, pero lo que ninguno sabe es que probablemente el ingrediente principal y secreto que le da el aroma y sabor especial al pan repartido en bicicleta proviene de los gases metanos que produce y expulsa don Álvaro directamente en la cesta durante todo el recorrido.

 A las 9 pm aproximadamente termina su ruta con su canasta casi vacía, de lo poco que le queda una parte se la regala a una vecina a quien le está lanzando los canes y el resto lo lleva a su casa para darle "materire" con su esposa y cuatro hijos.

 Ni las grandes multinacionales como Bimbo o los supermercados como Carulla o el Éxito han podido desbancarlo, y aunque cada vez sean menos sus colegas, don Álvaro pedalea y pedalea por toda Barranquilla distribuyendo el mejor y más delicioso de todos los panes: el pan peao.

Antonio Javier Guzmán P.
ajguz@yahoo.com
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martes, 6 de diciembre de 2011

Clásico de bolita de uñita


-“Ey Roberto juguemos al hoyito”- retó Antonio a su vecino refiriéndose a una partida de bolita de uñita.

-“Dale, voy por mis bolitas y salgo de una”- respondió emocionado el jovencito saltando alegre a su casa no sin antes agregar –“ves diciéndole a Carlos y Cesar para completar el cuarto”-.

Antonio, acatando la sugerencia de su fiel vecino y amigo, fue hasta la casa de los compañeros de juego y uno a uno fueron saliendo vestidos de bermudas, camisillas y chancletas tres punta´.

El lugar donde se llevaría a cabo el encuentro era un pequeño peladero en la tienda del barrio, propiedad de un santandereano que les prestaba el predio con la condición de que le compraran las bebidas y viandas (gaseosas, poni malta, pudin gala, bocadillo Veleño, etc.) al final de cada partida.

Al estar todos reunidos, uno de ellos cavó un pequeño orificio en la tierra con una gracia y maestría digna del mejor de los ingenieros civiles. A aproximadamente seis grandes pasos trazaron una raya larga y listo. ¡A jugar!

Cada uno lanzó su bolita de uñita desde atrás del hoyito, con la fuerza justa y necesaria para caer lo más cercano a la raya. Carlos tuvo suerte y cayó preciso en ella y dijo –“Ay de papayita, soy pepe y arranco en boquita del hoyo”-. Cesar y Roberto quedaron cerca y ambos a la misma distancia por lo que les tocó desempatar con “ojito”, donde cada uno dejó caer su bolita desde la altura de la cabeza cerrando un ojo y apuntando con el otro. Nuevamente el más cercano a la raya se llevaba el siguiente turno, y esta vez la fortuna fue para Roberto, seguido de César y por último Antonio que quedó a varios metros de la raya.

Carlos empezó dándole un sutil golpe con la uña de su dedo índice embocando la bolita en el hoyo y de inmediato hizo otro lanzamiento para quedar cerca esperando a sus rivales para darles cristiana sepultura.

La disputa se hizo intensa, unos tratando de coger hoyo mientras Carlos lanzaba su bolita desde todos los ángulos intentando pegarle a sus rivales amigos sin suerte alguna. En uno de sus turnos resultaba más difícil no pegarle a la bolita de Cesar sin embargo para la sorpresa de todos la falló haciendo que sus compañeros le gritaran improperios como “pajizo” y “pelongo”. Carlos se lamentaba mientras el juego continuaba su curso.

-“¿Tu ya tiene hoyito Antonio?”- preguntó Roberto.

-“Hasta ahora solo el de nacimiento, y ese no está en juego. Deja y cambio mi bolita colombiana por una china y me los “pipeo” a todos”- respondió Antonio mientras se hurgaba en los bolsillos para realizar el mencionado canje.

Antonio lanzó su brillante bolita unicolor con mucha habilidad y una gran dosis de suerte metiendo su pequeña esfera en el hueco para la dicha propia y desazón de sus amiguitos.

-“Ahora sí, al que le pegue me lo bajo”- decía Antonio en tono prepotente. La bolita de Cesar era la más cercana y mientras Antonio apuntaba con sus dedos hacia ella, Cesar fingía echarle sal con los dedos en la cabeza de su verdugo para transmitirle mala puntería.

-“Tick”- sonaron al unirse las dos bolitas y todo el esfuerzo de Cesar fue en vano que vio resignado como Antonio se llevaba la ultima bolita que lo acompañaba.

Antonio seguía con el turno y ahora su objetivo era Carlos, pero su bolita estaba bastante retirada. Sin embargo, la osadía y puntería de Antonio no conocían límites. Lanzó la bolita con su dedo medio sostenido con el pulgar y el índice de la mano contraria y “poom”, nuevamente encontró su cometido haciendo salir a Carlos del juego mientras le entregaba su refinada bolita americana llena de esmaltados colores. Carlos desconcertado y resignado decía -“nojoda Antonio, culo de tino, se ve que no haces otra cosa”- A lo que su verdugo le reviró con ironía, orgulloso y sacando pecho -“¿por qué crees que voy perdiendo el año en el colegio?”-.

Llegado el turno de Roberto intentó “coger hoyo” trazando una línea llamada “canal” para tener más dirección, pero lo hizo arrastrando la bolita con su dedo índice sobre la arena hasta el pequeño orificio por lo que de inmediato Antonio alegó –“carrito de mano no se vale, perdiste el turno”-.

Al terminar, Antonio salió triunfante con un puñado de bolitas que harían parte de su selecta colección junto a varias americanas, chinas, colombianas y los gigantes bolinchones. Todas almacenadas en una vieja media deportiva y guardadas celosamente en la gaveta de su armario.

Así culminó la tarde de esparcimiento de estos cuatro adolescentes que departieron un rato ameno con sus amigos en un juego sano y divertido donde pusieron a prueba sus habilidades motrices sin la necesidad de tecnología, costosos aparatos o violentos videojuegos.

¡Que tiempos aquellos!

Antonio Javier Guzmán P.
ajguz@yahoo.com
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viernes, 2 de diciembre de 2011

Vida y muerte de Julio Mario


A la edad de 87 años falleció don Julio Mario Barrios, ilustre y singular personaje del barrio Abajo de Barranquilla. Julio Mario nació en Ciénaga, Magdalena fruto del destino, ya que a su madre la tomaron por sorpresa los dolores de parto comprando pescado para revenderlo en su ciudad.

Desde niño Julio Mario tuvo una visión y dedicación para los negocios. Por las mañanas ayudaba a su padre, de quien heredó su ambición por el dinero, con la venta del pescado en el mercado de Barranquilla y por las tardes vendía bolis, en una nevera de icopor, que el mismo preparaba.

Al morir su padre, se hizo cargo del negocio del pescado pero no se conformó con el pequeño puesto que tenía sino que le dio un vuelco total al oficio. Contrató varios vendedores que salían por los diferentes barrios de la ciudad y a los que les pagaba una gratificante comisión por cada libra de pescado vendida y cancelada. Esto hizo que las ventas se dispararan y con ellos sus dividendos.

Cuando tuvo algo de dinero decidió validar el bachillerato en un humilde plantel educativo logrando el mayor título de la familia hasta ese entonces. Esto le ayudó para la época de vacas flacas que se avecinaba, ya que la competencia y la escasez del pescado le hicieron vivir momentos de suma iliquidez y penuria.

Con el valor y coraje que siempre lo caracterizó un día compró varios termos y el mismo armó una cesta donde llevarlos para vender tinto en los rincones de la puerta de oro de Colombia siendo de los primeros en este oficio. De esta forma Julio Mario conoció mucha gente que sería importante para su futuro teniendo la mejor relación personal y comercial con todos ellos.

Intuitivo y sagaz se dio cuenta que el negocio fuerte estaba en fabricar el café para distribuirlo a todos los vendedores ambulantes y fue así como se hizo a su primera gran greca donde preparaba la apetecida bebida con el mejor aroma y sabor de toda la ciudad.

Para la edad de 23 años el gran Julio Mario no se conformaría con eso y también decidió ingresar en el negocio del peto (bebida dulce hecha a base maíz muy popular dentro de la región Caribe). Como cualquier cristiano el mismo cargaba la caliente y enorme olla en un brazo, mientras que la otra le servía de balance llevándola izada de manera perpendicular a su cuerpo.

El carácter extrovertido, su dicharachera forma de hablar y su gran porte lo convirtieron en todo un don juan entre las mujeres. Se dice que por su barrio no dejó títere con cabeza y todas las féminas pasaron por su lecho pero la que supo llevarlo al altar por primera vez fue Herminia Vargas, una mestiza Riohachera que le dio su primer hijo en el año de 1958 al que bautizaron Julio Mario en honor a su abuelo y su padre. En el 2009, el heredero murió en un accidente cuando se transportaba en un moto-taxi, lo que afectó profundamente el ánimo del emprendedor.

Dicha relación con Herminia duró muy poco y Julio Mario luego conseguiría el amor de su vida en Beatriz Ávila con quien vivía al momento de su muerte y que le parió dos hijos: Alejandro y Andrés. Esta prominente familia se convertiría en el tema principal de los chismes del barrio y siempre estaban en boca de todos. No podía ser de otra forma, fueron los pioneros en comprar carro, un Land Rover modelo 67. También fueron los primeros en remodelar el frente de su casa y construirle segundo piso para que vivieran sus hijos posteriormente. Sin lugar a dudas, don Julio Mario era el hombre más influyente en varias cuadras a la redonda.

Era un jugador innato de bola e´trapo, cantaba vallenatos a todo pulmón y nunca se perdió unos Carnavales donde bailaba en la Batalla de Flores con la Danza del Congo acompañado de su siempre elegante esposa Beatriz.

Hoy en día todos sus negocios son manejados por su hijo Alejandro quien alcanzó a graduarse en el Sena. Su otro hijo Andrés, tomó un camino diferente a los negocios y lidera un grupo vallenato que tiene como sede el Parque de los Músicos.

Su muerte se produjo el 7 de octubre en una pequeña finca de su propiedad tras una larga y penosa enfermedad y recibir malas atenciones en la EPS a la que siempre estuvo afiliado y la cual nunca quiso pagarle el tratamiento para curar o al menos aliviarle los malestares.

Los preparativos de sus exequias estuvieron a cargo de su esposa Beatriz, quien desde el mismo instante en que Julio Mario dio el último suspiro se vistió de un negro profundo de pies a cabeza, incluyendo una pañoleta que le cubría la cabeza y parte del cuerpo.

Lo primero que se mandó a hacer fue el cartel anunciando su deceso. Una pequeña y arcaica imprenta ubicada en el barrio Rebolo fue la encargada para tal fin y el mensaje final decía: Beatriz Vargas Vda. de Barrios, Alejandro y Andres Barrios invitan al sepelio de su esposo y padre. Ceremonia que se llevará a cabo en su humilde morada”. Dicho cartel fue pegado en todos los postes, bordillos y portones de las cuadras vecinas para que nadie se quedara sin saber de la fatal noticia.

La preparación del cuerpo se realizó en la misma habitación donde Julio Mario compartió su lecho de amor con su señora esposa en los últimos años. Ahí yacía tieso, frío y desnudo esperando a ser vestido con su mejor gala. Un viejo y polvoriento vestido entero, el mismo que llevó dos veces al altar, sería su último atuendo para que los gusanos se dieran un festín de alguien con buena presencia.

El cajón fue comprado a crédito al carpintero del barrio. Era un féretro sobrio, en madera de roble y pintado burdamente con laca. Debajo del ataúd reposaban varios bloques grandes de hielo para evitar la pronta descomposición del cuerpo de Julio Mario.

La casa fue arreglada con lujo de detalles. En la sala se ubicó una mesa redonda con un mantel blanco que llegaba hasta el piso y una cinta negra indicando el luto, en ella se colocaron dos candelabros largos con recipientes de agua para evitar los chorros de esperma, una esfinge de la virgen del Carmen, la mejor foto del muerto y una jarra de agua por si al difunto le daba sed. Al lado de la mesa se ubicó el cajón que servía de centro de mesa.

El día de la velación la casa se llenó de familiares, amigos, conocidos y curiosos. El lugar estaba a reventar. Los que cupieron dentro de la casa se acomodaron en las pocas sillas que había disponibles, mientras otros se quedaron de pie hablando de las anécdotas con el difunto. Afuera, en la terraza de la casa se ubicaron varias bancas alquiladas donde descansaron algunos de los dolientes. Todos de blanco o negro guardaban un luto absoluto y los colores vivos brillaban por su ausencia.

La señora de la casa repartió a los presentes cigarrillos Piel Roja en una bandeja de peltre a la vez que alias “Chibolito” contaba chistes de todos los calibres para hacer el rato lo menos amargo posible. El rosario estuvo a cargo de una comadrona quien lo rezó religiosamente durante todo el me siguiente a las 6 am, 12m y 6 pm sin descanso, combinando sus plegarias inventadas con curiosos y espeluznantes alaridos. Durante todo ese mes, esta señora se daría los tres golpes (desayuno, almuerzo y comida) que le correspondían al occiso, hasta que la mesa fuera levantada con un rito especial y cuidadoso donde nuevamente elevaría extrañas oraciones como si estuviera poseída por el muerto.

Llegado el momento de trasladar el ataúd hasta el cementerio Calancala, todos se ofrecieron para cargarlo y llevarlo en hombros, sin embargo los dos hijos y hermanos de Julio Mario fueron los primeros designados para tal fin, pero sin soltar jamás la botella de “Gordolobo” (nombre que se le daba al ron blanco) y trastabillar fruto de los grados de etanol en sus neuronas bajo un inclemente sol que anunciaba un potente aguacero.

La caravana hacia el cementerio era extensa, empezando con el ataúd llevado en hombros, seguido de la carroza fúnebre que sólo servía de adorno y atrás de ésta mucha gente caminando cerca a varios buses contratados por los familiares del interfecto.

Al sepelio asistieron varios familiares que tenían años sin hablarse con Julio Mario por una discusión de dinero, también estuvo presente su hermana que vivía en Cartagena quien llevaba bastante tiempo sin visitarlo o al menos hacerle una llamada. La moza del difunto tampoco quiso perderse la cita y se presentó al cementerio provocando murmullo entre todos los asistentes. Hasta el vecino Carlos que era su más fuerte competidor y con el que tuvo varios altercados estuvo presente en ese momento. De manera curiosa pero como es costumbre, todos estos personajes eran los que más lloraban y lamentaban la muerte del gran señor.

La familia pensando que nadie lloraría al muerto, contrató a dos mujeres cuya única función era llorar a lágrima batiente, abrazar el ataúd al son de sus quejidos y lamentos donde no paraban de decir “ay Julio Mario ¿por qué te fuiste y nos dejaste solos?”, “Julio Mario no te vayas, tu siempre fuiste bueno con nosotras”.

Poco a poco iba descendiendo el cajón con Julio Mario adentro y más de uno quería irse con él. Cumpliendo su último deseo, el conjunto vallenato de su hijo Andrés cantaba “Mi hermano y yo” de los Zuleta mientras decenas de coronas de flores caían en la tumba y el lamento colectivo se volvía uno solo. Finalmente llegó la lluvia y con ella todas las personas se esparcieron de la misma manera como fueron llegando, sólo quedaron Beatriz, Alejandro y Andrés empapados de pies a cabeza confundiendo sus lágrimas con el agua de lluvia.

A la semana siguiente nuevamente los dolientes se reunieron en la casa de la viuda de Julio Mario para rezar el rosario, donde esta vez repartieron sanduches y por supuesto el famoso tinto que hizo tan popular al fallecido. Pero dicha congregación tenía como real finalidad escuchar el testamento de Julio Mario a cargo de su amigo Agustín quién siempre le manejó sus asuntos legales a pesar de no haberse graduado como abogado.

“Las casas del barrio Rebolo para mi sobrino Héctor”, empezó diciendo el pichón de abogado y continuó “las casas del barrio abajo para mi primo Arturo, las casas del barrio abajo para mi hijo Alejandro, las casas del barrio Recreo para mi hijo Andrés” seguía leyendo Agustín el escrito de puño y letra de Julio Mario mientras muchos de los presentes escuchaban asombrados y se decían “nunca pensábamos que este señor fuese tan adinerado y tuviera tantas propiedades”. Su hijo mayor, Alejandro, escuchándolos les respondió “no son propiedades, esa es la ruta del tinto”.

Paz en la tumba de Julio Mario Barrios.
Antonio Javier Guzmán P.
ajguz@yahoo.com
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jueves, 24 de noviembre de 2011

Yo jugué con Valenciano


Toda mi infancia y adolescencia giró en torno a un balón de fútbol. Nunca jugué con carritos, jamás entendí el beisbol y era demasiado embolsado como para el boxeo. Por eso me refugié en el deporte de las piolas con la motivación extra de mi padre quien guardaba las esperanzas de sacarlo de pobre.

Cuando tenía aproximadamente 13 abriles, en la empresa donde laboraba mi padre, como en años anteriores, organizaron un campeonato de fútbol en el cual cada sección de la compañía formaría un equipo donde solo podrían jugar los hijos y familiares de segundo grado de los empleados que tuvieran la edad de 14 años no cumplidos, es decir máximo 13 años y 364 días. Pero como vivimos en el país del Sagrado Corazón de Jesús era muy común tener contrataciones de jugadores “foráneos” que no cumplían con la regla de consanguinidad y otros que claramente sobrepasaban la edad pero presentaban documentos falsos autenticados por algún notario de la población de “Tierra Perdida”.

Para los campeonatos anteriores yo era la estrella y goleador de mi equipo, sin embargo nunca fue suficiente para lograr un título porque siempre nos hacía falta algunos centavos para el peso en los partidos decisivos. Fue por esto que se decidió reforzarlo con varios integrantes que le dieran un aire y contundencia al equipo.

Una de dichas contrataciones para mi equipo fue la de un muchacho fornido, extrovertido, alegre y de nombre Iván René Valenciano, hijo del otrora jugador del Junior de Barranquilla Ariel Valenciano, quien al igual que mi padre, motivaba a su hijo con el deseo de que algún día triunfara y pudiera superarse económicamente hablando.

El sistema de juego de mi equipo era el popular (y tal vez el único en ese entonces) 4-3-3, donde Valenciano era el centro delantero y yo el puntero izquierdo. Desde el primer partido la sonada contratación dio sus frutos. Finalizado el primer tiempo ya ganábamos 3 por 0 con dos goles de Iván René y uno mío. En el descanso mientras todos nos hidratábamos con agua de panela con limón almacenada en un balde plástico (el Gatorade de la época), Valenciano corría a la tienda más cercana y se metía dos empanadas de carne con una chicha de maíz. Nuestro remedo de técnico al verlo se alarmaba y le decía “así no vas a poder jugar, te vas a indigestar”, pero él muy tranquilo le respondía “tranquilo profe, ahora hago dos (goles) más”.

Dicho y hecho, así era, una y otra vez inflaba las redes rivales convirtiéndose en la figura principal del equipo y del torneo y relegándome a mí como uno más del montón. El “cachetón”, como ya le llamaban en ese entonces, llegó para literalmente adueñarse del balón (ver foto). Cobraba todo, tiros libres, tiros de esquina y penaltis. Lo único que le faltaba era centrar y cabecear porque siempre fue malo con la testa. Era el prototipo del jugador “agalludo” (dícese del jugador que no suelta una bola ni por casualidad). Su léxico no comprendía las palabras “ponla”, “pásala”, “dámela” y bola que caía en sus pies sufría el castigo de su potente pegada, no en vano le decían que pateaba más que nevera vieja.

Siempre tuvo hambre de gol y hambre de todos los manjares de la costa, como sancochos, pollo frito, perros calientes, hamburguesas, suero, butifarras, arepa e´huevo y otras delicias. Sus goles nos llevaron al tope de la tabla de posiciones y posteriormente a ganar el campeonato. El obtuvo el trofeo de goleador y mi consuelo fue la medalla al espíritu deportivo por asistir a todos los partidos y cantar los goles del “bombarderito” como míos propios.

La celebración del título fue en una finca de los padres de unos de los integrantes del equipo ubicada en Sabanalarga donde nos reunimos jugadores y familiares alrededor de una piscina, cervezas y un humeante sancocho trifásico del que Iván René comió una y otra vez mientras todos veíamos como se le inflaban sus cachetes con cada palangana ingerida y yo mientras tanto seguía siendo el mismo flacuchento de siempre.

Dicho torneo nos sirvió como trampolín y ambos fuimos llamados a la selección Atlántico pero en mi partido inaugural sufrí de un terrible miedo escénico que me llevó a chupar banca todo el resto de la temporada. Al terminar mi bachillerato tomé la decisión (para bien o para mal) de dejar el fútbol y estudiar ingeniería industrial, pero Valenciano siguió haciendo goles que lo llevaron a engrosar las filas del Junior y posteriormente convertirse en el máximo goleador que ha parido Colombia hasta el momento.

Sin importar su sobre peso o sus constantes episodios de indisciplina el “gordito de oro” hizo temblar las defensas rivales en los distintos equipos donde perteneció. Siempre tendremos la inquietud de saber hasta donde hubiera llegado de haber sido un deportista más disciplinado, pero a mí no me queda la menor duda que tenía condiciones técnicas para triunfar en el fútbol de cualquier país.

Aún recuerdo cuando iba al Metropolitano y me deleitaba viéndolo vestir la camiseta rojiblanca, haciendo goles de todas las facturas, rompiendo las redes rivales una y otra vez. Con toda seguridad él no recuerda mi nombre ni los momentos que aquí narro con detalles, pero yo en cambio cada vez que lo veía jugar me llenaba la boca de orgullo diciendo “Yo jugué con Valenciano”.

Antonio Javier Guzmán P.
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lunes, 21 de noviembre de 2011

Sobreviviendo a un Arroyo en Barranquilla


Hacía un bonito día como la mayoría de días en la ciudad de Barranquilla, el sol brillaba con todo su esplendor a punto de empezar a hacer un calor sofocante. Acercándose las 12:30 pm, me disponía a partir de mi trabajo cuando de repente el cielo se puso gris cual viernes Santo, todo oscureció y de inmediato cayeron las primeras gruesas gotas de agua que vaticinaban el aguacero que se venía. Me devolví a mi puesto de trabajo a buscar el paraguas de $5.000 comprado días atrás en San Andresito para protegerme del agua, pero al abrirlo se desarmó en mil pedazos por lo que tuve que correr para recoger mi flamante carro, un fiel Twingo modelo 99 que me acompaña a todos lados, en el lavadero de carros que queda al frente de mi oficina. Cual equilibrista de circo y pagando $500, atravesé el puente improvisado de madera que me llevaría al otro lado de la cuadra, con grandes zancadas y encogiendo los hombros, como si de esta forma me lograra mojar menos, llegué hasta la puerta de mi vehículo pero justo en ese momento el control de la alarma no funcionó (recordé las repetidas veces que mi esposa me ha dicho que lo lleve a reparar y yo lo vivo posponiendo). Cuando ya el sudor se confundía con el agua lluvia que caía a cántaros de mi frente y tras muchos intentos fallidos finalmente abrió la puerta.

Ya frente al volante pensé “debo irme a toda m…” (marcha) antes de que me cojan los arroyos”, en mi casa me esperaban mi mujer y un caliente almuerzo de 220 voltios. A medida que avanzaba el tráfico se hacía insoportable, mi tanque de gasolina estaba en la “E” de “échame” andando prácticamente con el olor de la gasolina por lo que no me podía dar el lujo de encender el aire acondicionado. Fruto de la fuerte lluvia y del vidrio panorámico empañado no podía ver a más de 50 cm de distancia. El limpia parabrisas delantero funcionaba a medias dejando grandes marcas en todo su trayecto y el trasero me lo habían robado en el centro, en el mochito que me dejaron le tenía amarrada una bayeta roja. Como podía con una mano llevaba el timón y con la otra trataba de limpiar el vidrio.

A solo dos cuadras de mi oficina aproveché un momento en que la lluvia disminuyó para bajar la ventanilla y poder respirar mejor y desempañar el vidrio, pero justo en ese momento me sobrepasó un mal nacido en una camioneta 4Runner y me mojó hasta los pensamientos. Traté de alcanzarlo para descargar toda mi ira y mandarle saludos a su señora madre pero sus 3.000 caballos de fuerza galoparon más rápido que los cinco ponis y dos burros que tiene de fuerza mi modesto Twingo.

Con la moral por el piso y con un hambre que se tornaba voraz no me quedaba otra que llegar a mi hogar a comer, ponerme ropa limpia y seca y echarme un sueñito reparador. Sin embargo ese día el destino estaba ensañado conmigo, en el cruce de la calle 76 con carrera 51 la hilera de carros se movía a paso de tortuga al tiempo que los vehículos sonaban sus bocinas al unísono. Yo me uní a la causa y pitaba sin saber cuál era el motivo del lento flujo vehicular. Al quedar de primero en el cruce me di cuenta que un fuerte arroyo era el causante de todo. Los carros de atrás seguían pitando de forma desesperante y me aturdían gritando “¡dale a esa m…!” (máquina) para que me metiera al arroyo, pero el poco sentido común que poseo me decía que mi pichirilo no sobreviviría a la magnitud de las aguas. Como pude me hice a un lado para que otro valiente se lanzara al río. Poco a poco iban pasando buses, camionetas y camiones cual Johnson atravesando el río, la lluvia nuevamente cedió y el nivel del arroyo disminuyó notablemente, pero mi temor persistía y no tomaba la decisión de seguir mi camino hasta que vi un pequeño taxi “zapatico” y me dije “si este pasa, paso yo”.

Y así fue, el taxista haciendo uso de su experiencia de mil batallas se metió al arroyo desde el carril contrario para ir a favor de la corriente y girar paulatinamente llegando fácil a su destino final que era la otra acera de la avenida. “Listo, ahora vengo yo, esto es pan comido” me dije tomando fuerzas. Hice exactamente lo que hizo el taxista pero a mitad de camino el carro empezó a cascabelear mientras la gente en la calle me gritaba “échale guineo”. Los nervios se apoderaron de mí e intenté dar marcha atrás y claudicar en mis aspiraciones de cruzar la bendita calle. ¡Craso error!, de inmediato el carro se apagó, la lluvia nuevamente empezó a arreciar y el arroyo crecía a pasos agigantados. Mi Twingo y yo empezamos a ser arrastrados por la gran corriente de agua y pensé “este es el fin, adiós mundo cruel. Pasaré a mejor vida sin saber quien ganó en Yo me Llamo, sin ver clasificar a la selección Colombia, sin pagarle al cachaco de la tienda, bueno por fin mi nombre saldrá en los titulares de El Heraldo”.

Algunos peatones al percatarse del acontecimiento me gritaban “tírate, tírate”, otros por el contrario me decían “no te tires, no te tires” mientras mi celular no paraba de sonar haciendo más confuso y difícil un episodio que ya contenía una buena dosis de adrenalina. Bajé el vidrio y tuve intenciones de lanzarme pero la orilla estaba lejos y temía dejar mi carro a la deriva pensando que aún no lo había terminado de pagar. Mientras, a mi lado flotaban bolsas de basura, muebles viejos y cantidad de objetos que al pasar parecían decirme “te esperamos en Puerto Mocho”. Me aferré al volante, recé un Padre Nuestro, el carro seguía flotando río abajo, o más bien arroyo abajo cuando de repente sentí que se detuvo. Varios hombres sin camisa y descalzos habían amarrado una cuerda gruesa y resistente a dos postes que hacían las veces de soporte. El carro se empezó a inundar de agua y de cuanta porquería tira la gente a los arroyos. Cada cosa que golpeaba mi carro lo recibía como un gancho al mentón y me prometí que si salía de esa no volvería a cometer pecado alguno.

Al final y como siempre, las aguas cedieron, mi carro fue arrastrado a la orilla y pude bajarme sano y salvo. Abracé a los dos héroes anónimos y les dije “mil gracias, no tengo como pagarles”. Ellos, al verme me respondieron “bueno, la verdad es que si tiene, con el reloj que lleva puesto y un billete de los moraditos estaría bien”. Sin remordimiento alguno me desabroché mi imitación de Rolex y se los di junto con todo lo que me acompañaba en mi billetera, dos billetes empapados de diez mil y uno de dos mil pesos.

Al llegar a mi casa, mi esposa me recibió con cara de pocos amigos vociferando “¿tu dónde carajos estabas?, te llamé un millón de veces, ahí está tu comida fría, si quieres caliéntala tu mismo”. En cualquier otra ocasión me hubiera centrado en una fuerte disputa pero ese día sólo me abalancé hacia ella, la abracé, rompí en llanto diciéndole “mija, volví a nacer” y le conté todo lo sucedido obteniendo un poco de consuelo de su parte y por supuesto un fuerte regaño por mi irresponsabilidad y el compromiso de no volver a hacerlo.

Mi carro, en cambio, no corrió con mejor suerte y tuvo que ser trasladado en grúa hasta un taller cercano. El motor, la latonería y la tapicería completamente dañados. Intenté pasárselo al seguro para darlo por pérdida total, a lo que respondieron que mi póliza tenía una cláusula que excluía esa clase de siniestros. ¡Maldita sea la letra menuda! Ahora mi carro reposa en el taller esperando que su dueño consiga lo del arreglo para poderlo sacar.

La lección está aprendida, la próxima vez que me coja la lluvia en el carro dejaré la prisa, me estacionaré en un lugar seguro, pondré buena música y esperaré a que bajen los arroyos para seguir mi camino. Y usted amigo lector debería hacer lo mismo en vez de seguir pitándole al de enfrente.
Antonio Javier Guzmán P.
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jueves, 17 de noviembre de 2011

Mi Monareta


Ese 25 de diciembre no iba a ser como los demás, ya atrás había quedado pedirle al niño Dios balones de futbol, robots, carritos o pistas de carreras, ese año mi único pedido fue lo que me estuvo trasnochando durante meses después de que vi a una linda vecinita rodar en ella. Era la mayor ilusión de todos por mi cuadra y no hacíamos otra cosa que hablar de ella.

Durante todo el año me porté bien con mis padres, saqué buenas calificaciones en el colegio, hice un esfuerzo sobrehumano por no pelear con mi hermana y hacia cuanto mandado me pedían sólo con el fin de ganar puntos con el niño Dios y así merecerme tan anhelado regalo.

El 24 me acosté bien temprano y con una ansiedad digna de un alcohólico en plena recuperación me fui a la cama. Esa noche me propuse descubrir quién era el niño Dios así que traté de mantenerme despierto, dejé mi puerta entre abierta y quité todo lo que estorbaba para que cuando entrara no se tropezara. Pasé todo la noche en vela y el niño Dios no aparecía, tampoco Papá Noel, San Nicolás ni mucho menos los duendes. Finalmente, ya casi amaneciendo el cansancio me venció por unos instantes en los que cabeceé y al volver a abrir mis ojos ahí estaba el fruto de todo mi esfuerzo en ese año, mi amor platónico hecho realidad, el mayor anhelo que infante alguno en esa época pudiera tener: manejar una Monareta.

En esos tiempos esa bicicleta era catalogada como de mujer ya que su diseño femenino saltaba a primera vista: la barra del marco era inclinada para facilitar que ellas pudieran usarla sin riesgo alguno, guardacadenas brillante, una silla como de 30 cm de largo la cual era ancha en un extremo y mas angosta en el otro, espaldar de tubo niquelado, manubrios en “V” con forma de cachos de alce con espejitos retrovisores, algunas traían canastillas en la parte delantera y en las agarraderas sobresalían unas cintillas multicolores que colgaban como 15 cm.

Dicho diseño no era impedimento para que este macho en potencia la usara y por el contrario hizo que se fuera doblegando mi espíritu machista.

A partir de ahí esta bicicleta pasó a ser mi mayor pertenencia, mi medio de transporte para hacer los mandados de la casa, mi compañera fiel, mi mejor amiga (y la única por cierto) y casi como mi hermana. La cuidaba más que mi propia integridad y cuando me caía de ella no importaban mis raspones, que me dejaron cicatrices que aún conservo, siempre y cuando ella estuviera intacta.

Aprendí a manejarla sin una mano, luego sin las dos manos y también sin dientes. Los que tenían patines se podían sostener del tubo del espaldar y yo los paseaba uno por uno, los que no tenían patines ni bicicleta hacían fila para que yo se las prestara pero con la condición de que no salieran de la cuadra, el que tuviera la osadía de hacerlo era penalizado con la prohibición de manejarla por una semana. Era de todos y de nadie, todos la apreciábamos como a una novia, sin quererlo se hizo la reina de la cuadra y las niñas se sintieron desplazadas.

Fácilmente la convertía en moto poniéndole un vaso de plástico desechable entre la llanta y el guarda barro y hacia un ruido ensordecedor, entre mayor era el ruido mayor orgullo sentía por mi bicicleta.

No tenía que llevarla a revisión de 10.000 km, ni cambiarle aceite, pagar SOAT, revisión tecno mecánica ni mucho menos sacarle el RUNT. La lavaba yo mismo y eso para mí era un placer, solo era necesario tener una bomba para echarle aire de vez en cuando a las llantas y una llave “hombre solo” era suficiente para ajustarle cualquier tuerca y si eso no bastaba en el taller de garaje de la esquina te la arreglaban a un precio irrisorio.

Pasados unos años entró una moda que te impedía llamarla por su nombre completo y teníamos que decirle “Monare” o “Monareway” porque de lo contrario si decíamos “Monareta” nos mandaban a buscar un burro que nos hiciera el amor. Yo creo que esa fue una de las razones que hizo que la bicicleta poco a poco fuera desapareciendo pero ya había dejado una huella imborrable en cada una de las personas que tuvimos el placer de manejarla.

Los regalos que piden los de niños Dios de hoy en día son Nintendos, X-box y Play Station, sería inverosímil imaginarse cambiarle unos de estos artefactos por una Monareta a uno de esos niños pero yo aún recuerdo esa navidad como una de las mejores de mi infancia y todavía le doy gracias al niño Dios por haberme concedido tan excelente regalo.

Antonio Javier Guzmán P.
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lunes, 7 de noviembre de 2011

Un barranquillero en España


Hace doce años, exactamente el día 30 de octubre de 1999, Roberto Carlo tomó la difícil y apresurada decisión de irse de su natal Barranquilla para buscar un mejor futuro en España. Motivado por su novia de ese entonces hizo caso omiso a los sabios consejos de su madre quien no se cansaba de repetirle “¿a ti que carajos se te ha perdido por allá?, abre el ojo, ve lo que te digo”. Juntos, su “amor eterno” y él, viajaron al viejo continente prácticamente con una mano delante y otra detrás dejando un hijo, un buen trabajo en el sector bancario y al resto de la familia.

Su destino fue la ciudad de Tarragona, en la provincia de Cataluña, una ciudad pequeña de unos 150.000 habitantes con una arquitectura muy antigua, estilo medieval y románico. Posee costa y montaña y se puede apreciar un importante desarrollo económico que gracias a su estratégica ubicación es destino turístico para el resto de los países europeos. La historia nos dice que el año 218 a.C. los romanos se establecieron estratégicamente en este lugar (ya que des de esta se podía ver gran parte de la costa (hasta el delta) y todo el Campo de Tarragona), que llegaría a convertirse con el tiempo en Capital de la Hispania Citerior. De aquel esplendor se conserva un riquísimo patrimonio monumental que nos permite admirar restos como la Muralla que rodea el Casco Antiguo, el Forum, el Anfiteatro, el Acueducto, la Torre de los Escipiones y el Arco de Bara entre muchos otros.

Solo un mes después de haber llegado la pareja tomó rumbos diferentes y Roberto empezó a darse cuenta que su madre tenía razón. Su pasaporte de turista no le servía para trabajar por lo que sus pocos ahorros de toda la vida se agotaban rápidamente. Iniciando el nuevo milenio y con la apremiante necesidad de trabajar, se inscribió en una agencia para cuidar a personas que sufren de Alzheimer y unos días después estaba cuidando un anciano y ganando 7.000 pesetas a la semana (aproximadamente $110.000 colombianos) lo que le alcanzaba para vivir dignamente.

Hoy, doce años después trabaja como Responsable de Mantenimiento de unas instalaciones deportivas del pueblo Vila Seca, teniendo como funciones principales que todo el lugar se encuentre en óptimas condiciones para el uso y disfrute de todos los socios. Cupido y el gracioso destino se encargaron de ponerle en su camino a una linda barranquillera, ex compañera de trabajo, con la que vive hace más de diez años junto a las dos hijas de ella.

Los primeros años de su estadía en España no fueron suficientes para arrepentirse de su decisión, gracias a la juventud e inmadurez que le acompañaban. Hoy, con cabeza fría llegando al cuarto piso sabe que en ese momento no era consciente de lo que estaba haciendo hasta que se dio cuenta de todo lo que había perdido, como ver crecer a su hijo, compartir momentos con su familia y una carrera prominente en la empresa donde laboraba.

Además de su familia, lo que más extraña Roberto de Barranquilla es el ambiente con los amigos de infancia, de colegio, de universidad y esa alegría desbordante que poseen los costeños sin importar las adversidades o falencias económicas que tengan siempre tienen una sonrisa a flor de piel y están dispuestos pa´las que sea. De la comida, pese a estar en uno de los países donde la cultura gastronómica es amplia y exquisita no deja de saborearse mentalmente con un perro caliente barranquillero o un “patillazo con limón” comprado en la 20 de Julio.

Lo más difícil para adaptarse fue el clima, ese inclemente frío que se penetra hasta en la medula de los huesos fueron su tormento los primeros años además de los días de verano con quince horas de luz solar, aunque hoy en día con el cambio climático, los inviernos son menos fríos y los veranos más calurosos.

Pero como no todo pueden ser desventajas, también están los beneficios de vivir en el viejo mundo en un país más desarrollado que Colombia, es por eso que no extraña las obras inconclusas, la falta de civismo y el caos vehicular. En Tarragona la gente es tolerante, respetuosa con el peatón, las obras públicas se llevan a cabo de manera rápida y efectiva y cualquier pueblo goza de las comodidades de las grandes ciudades.

Pese a la imagen que tenemos los colombianos en el exterior no ha sentido ningún tipo de discriminación por parte de los españoles, al contrario y de manera curiosa dice que la fama con respecto a las drogas no hace que sean mal vistos ya que en España fumarse un porro es algo tan normal como fumarse un cigarrillo. Sin embargo, la policía del pueblo sabe donde vive cada colombiano y prácticamente los tienen etiquetados. Cosa distinta sucede con los mismos grupos de inmigrantes de otros países como dominicanos, peruanos y ecuatorianos que no dejan de reñir por algún sector económico, comercial o de vivienda. Definitivamente, el subdesarrollo no se desprende tan fácil con solo viajar cientos de millas.

En cuanto a su acento costeño dice que todavía lo conserva y sobretodo lo deja claro cuando está con su grupo de amigos colombianos, ya que el que tenga la osadía de introducir la jerga española se lleva la batallada del siglo. Estando en el trabajo la cosa toma otro color y es muy común escucharlo decir “vale” y “venga” para iniciar y cerrar frases, además de llamar a las personas precedidas del articulo “el” o “la”, como por ejemplo “La Belén”, o “el Roberto” y resoplar antes de responder una pregunta. Las palabras “gilipollas” y “cabrón” son de uso continuo pero mantiene a raya la expresión “me cago…” por cierto muy común entre todos los ibéricos.

Para divertirse, Roberto y su señora disfrutan haciendo turismo de carretera, visitando innumerables pueblos hermosos se deleitan en cómodos y alegres chiringuitos, ciudades y países vecinos entre los que ya se encuentran Francia, Portugal e Italia.

Con el tiempo que ha vivido en España aún conserva muchas costumbres aprendidas en Barranquilla, como son, los buenos modales, escuchar música tropical, deleitarse viendo algún novelón en familia, lavar el carro en la puerta de su casa, tomarse unas frías con sus llaves los fines de semana que pueda, al llegar a casa chiflar para que le abran la puerta y nunca puede faltarle el juguito en la noche con un buen pan.

Así como conserva estas costumbre también ha adoptado unas cuantas, sobre todo a la hora de comer donde no puede faltar la entrada, plato fuerte y postre. El café al final que no falte y si es colombiano mucho mejor. Utiliza el aceite de oliva con todas las comidas y el bocadillo a media mañana (sándwich con pan francés) es obligatorio. En cuanto a la convivencia le tocó amoldarse a las normas del buen vivir entre vecinos y hoy en día acata y emplea cada una de ellas en su vida, es decir, uso moderado del volumen de la música y respetar las horas de descanso.

De la mujer española dice que su carácter puede llegar a ser tosco, son más independientes por aquello de la igualdad entre sexos y aunque son muy lindas, algunas patean (léase hieden) duro y de lejos, contrario a la mujer colombiana que siguen cuidando su aspecto con mucho rigor y hasta para salir a tirar la basura llevan lo mejor de su ajuar y siempre huelen bien. El prototipo del hombre español los divide en dos, los jóvenes que son impulsivos y desenfrenados y los mayores que pueden llegar a ser bastante sumisos y ceden el poder del hogar a sus mujeres.

Aunque nunca ha sido hincha furibundo del Junior de Barranquilla, desde la distancia lo sigue y se actualiza leyendo las noticias de sus logros y derrotas a través de www.elheraldo.co. Mientras tanto le toca “consolarse” viendo la magia del equipo Barcelona FC y luce orgulloso su camiseta que lo acredita como hincha culé.

A la empresa donde labora actualmente la crisis europea no la ha afectado hasta el momento por lo que su estabilidad económica sigue siendo buena y prometedora, sin embargo le ha tocado ver a muchos de sus amigos colombianos quedarse sin empleo y tener que devolverse a su país con el rabo entre las piernas.

Como dato curioso Roberto recuerda escuchar el sonido de una pequeña flauta en las calles de Tarragona y para su sorpresa venía de un anciano que caminaba por todo el pueblo ofreciendo sus servicios de afilador de cuchillos, tal cual como hace muchos años lo veía en su natal Barranquilla. Ese tipo de anécdotas lo llenan de nostalgia y lo inspiran a preparar maletas rumbo a su “quilla town”.

Desde 1990 ha viajado en cuatro oportunidades a Colombia y aspira que la quinta sea la vencida y definitiva. Piensa que su ciclo en España debe cerrarse, ya aprendió mucho del mundo y de la vida y hoy día valora más las cosas pequeñas. A cuestas traerá el bagaje cultural que le dejan estos once años y múltiples experiencias vividas y eso nadie se lo podrá arrebatar.

Antonio Javier Guzmán P.
ajguz@yahoo.com
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jueves, 27 de octubre de 2011

Mi sobrino adolescente



Hace 13 años llegó a este mundo Camilo, mi sobrino adolescente. Todo era felicidad en el hogar de mi hermana y su esposo en ese momento. Camilo era un bebé hermoso, rozagante, dócil y lleno de vida. Pero para bien o para mal mi sobrino creció y en este momento pasa por su adolescencia, la etapa del TO Be or NOT TO BE, la edad del tibiri tabara, el juego en el noveno ining, bases llenas, dos out y dos strikes.

En estas cortas líneas trataré de definir a mi sobrino Camilo, sus costumbres, su forma de ser, sus hobbies, la relación con sus amigos y sus padres. Este es mi sobrino, pero tal vez sea la definición de la mayoría de adolescentes del momento.

La tecnología nació con él, cualquier instrumento que caiga en sus manos sin importar que lo conozca o no, en menos de cinco minutos lo maneja con total maestría. Se la pasa todo el día jugando con su PSP (Play Station Portátil) y sólo lo deja para jugar en el X-Box, y de ahí se va al computador y de éste nuevamente al PSP, pero eso sí, no hace sino quejarse todo el tiempo diciendo “tronco de pava tío, estoy aburrido”. Yo le digo “no sea burra que ese animal es muy feo”. El, me mira con cara de “pinta un bosque y piérdete”, se da media vuelta, me deja hablando solo y de inmediato enciende su ipod a todo volumen, se coloca sus audífonos y se traslada a un espacio que solo él y sus amigos conocen. En ese momento no ve, no oye, ni entiende nada del mundo exterior y un zombi pareciera tener más vida. Toda su energía, todo su ser se centra en la música, si es que se le puede llamar música a eso que sale de su aparatico sonoro.

Sus ídolos ya no son Supermán, el Hombre Araña, el Capitán América, ni mucho menos su papá. Ahora venera a Don Omar, Tito el Bambino y Daddie Yankee y canta sus coros a todo pulmón donde nunca faltan palabras como “perreo”, “menéalo” o “zandungueo”. ¡Por Dios, a qué clase de secta pertenecen! ¿Dónde quedaron las baladas de Bryan Adams para enamorar, los versos de Diomedes Díaz para dedicar en una parranda o el merengue de Wilfrido Vargas para brillar hebilla y azotar baldosa? Sin preguntárselo a mi sobrino él me responde: “en la prehistoria tío, en la prehistoria”. Definitivamente debe tener la razón y de ahí es donde yo provengo porque por más que lo intento no puedo lidiar por más de diez minutos con esa música.

Ya no se divierte con Mario Bros ni ningún otro inocente juego, su más reciente adquisición se llama “San Andreas”, un juego donde hace las veces de un malhechor y debe matar civiles, policías, peatones con armas de fuego, armas blancas, su vehículo o a puño limpio. Entre más sangre salga en la pantalla, más divertido será el juego para él.

Al verlo todo el día jugando le pregunto “¿ya hiciste las tareas?”, y con una pasmosa tranquilidad me responde “no me pusieron tareas”, o en el mejor de los casos “ya las hicimos en  el colegio”. ¿Cómo así que ya las hizo en el colegio?, ¿qué clase de paraíso vacacional es la entidad que tiene como formación académica? No en vano tiene una pésima ortografía y sólo basta leer sus mensajes en facebook para que se me revuelvan las tripas. Cientos de veces lo he tratado de corregir pero siempre recibo la misma respuesta “me da igual tío, de todas formas me entendiste”.
Pese a que tiene profesores independientes de Matemáticas, Inglés y Español como refuerzo, en la última entrega de notas perdió hasta las materias fecales y solo ganó recreo, es por eso que sus padres decidieron enviarlo al Psicólogo para que superara su problema de atención y motivación. Conmigo bastaron dos correazos bien dados para encarrilarme.

Tal parece que las hamburguesas de Mc Donald´s y toda la comida chatarra que ingiere viene llena de hormonas porque su crecimiento, al igual que el de sus amigos, es descomunal y con sus escasos 13 años ya me está sobrepasando en estatura, calza 42 y tiene buena musculatura. En definitiva me quedan escasos días para hablarle fuerte y regañarlo con voz de mando porque, dentro de poco tiempo puede mandarme a callar y meterme la mano en el crucifijo de los mocos.

Practica todos los deportes en su Nintendo Wi, pero cada vez es más perezoso para los juegos en vivo y en directo. Le interesa el futbol pero no sigue ni le importan los resultados de nuestro amado Junior. Su pasión es el Barcelona y en cada partido luce orgulloso una camiseta chiveada del equipo culé y con eso se cree Leo Messi.

Pasa todo el santo día en bermudas, camiseta y chancletas tres punta´ y el único pantalón decente que reposa en su armario lo usa a regañadientes en fechas especiales de la familia. No se peina ni por casualidad y jura y come mocos que su mayor sex-appeal está en su descuido personal. Pero eso sí, es un come marca de tiempo completo y prefiere pasar hambre durante semanas ahorrando su mesada del colegio con tal de comprarse una camiseta Hollister y lucirla los fines de semana ante sus amigos.

Es que no hace otra cosa sino pedir y pedir todo el tiempo. Su más reciente antojo es el ultimo Blackberry para poder “ser alguien” dentro de circulo social. ¿Acaso cree que su papá caga plata o su mamá tiene un palito de $50.000 en el jardín de la casa? Pero los papás con tal de no “traumatizarlo” son capaces hasta de empeñar la conciencia para satisfacer los caprichos de su “bebé”.

Cuando el almuerzo en su casa es sancocho de pescado y a Camilo no le provoca, su madre (mi hermana) mueve cielo y tierra para que “el niño” coma a la carta lo que le apetezca. En mi época yo le tenía temor y respeto a mis padres, hoy día tal parece que los roles se han invertido.

Tiene mil amigos y cuando está con ellos se siente el rey del universo, todo un león con la valentía necesaria para vencer al más feroz de los batallones. Pero cuando está solo es un simple gatito, tímido, callado y temeroso.
La jerga con esos amigos es digna de un clan de gamines y a veces hasta parece que hablaran otro idioma diferente al español. Cuando la conversación es por el chat el diálogo se torna incomprensible por el exceso de abreviaciones, mayúsculas innecesarias, errores ortográficos y modismos y una frase tan sencilla como “Hola tío, ¿cómo estás? Mi mamá te manda a decir que vayas este fin de semana a la casa. Saludos” se convierte en “Ey Mk koMo tAs, la cUcHa Ke vAllAs al RaNcHo eStE fInChO. NosPi”. Al leer eso mi mente se torna en un gran interrogante "¿¿¿???".

Con la edad que tiene, Camilo se cree la última Coca Cola del desierto y jura que tiene a Dios agarrado de las pelotas. Afortunadamente ese mismo Dios lo castiga con acné para bajarle un poco los humos. Pero esos pocos granos en su cara no han sido impedimento para que tenga gran éxito con las mujeres, muy diferente a su tío Antonio que sufrió para acercársele al sexo opuesto. A mi sobrino le llueven las mujeres y en ocasiones le toca hasta negarse. Hace unos días lo vi besarse con una linda jovencita y luego le dije “Huy Camilo, que bonita tu novia” y en tono despectivo me contestó “Ey que te pasa, esa vieja no es mi novia, es sólo una amiga”.

Yo siempre trato de darle consejos sobre la vida y los valores pero todos le entran por un oído y le salen por el otro. Para él todo aquel que sobrepase los veinticinco años es un cucho y bajo ese orden de ideas por más que yo me sienta el tío “play” no dejaré de ser todo un vejestorio con ideas anticuadas que no sabe nada acerca de ser “capo”.

Este es mi sobrino adolescente, el hace parte de la gran camada dueña del futuro de Colombia que quiere comerse el mundo a pedazos. ¡Vaya días los que nos esperan!

Antonio Javier Guzmán P.
ajguz@yahoo.com
Mi Twitter: @AJGUZMAN